martes, 7 de junio de 2011

el niño que no creia en dios


Cuando era niño, en una ocasión estuvo enfermo, más que enfermo podría decirse que estuvo gravemente enfermo. Cuando salió de la unidad especial, ese lugar dónde la vida y la muerte luchan cuerpo a cuerpo y con los ojos vendados en la mayoría de las teleseries americanas, tardó tres días en volver a mover los dedos de los pies y una semana, cinco días y algunas horas en incorporarse y mantener en pie su propio peso.
El cirujano estaba tan orgulloso del éxito de la operación que envió rápidamente a un enfermero, cámara en mano, para que retratase el esperpéntico resultado y engrosar así, su colección de preoperatorios y posoperatorios eficientes, con el fin de brindar seguridad y protección a sus pacientes más indecisos. Su supervivencia constituía un reto superado para el contingente de señores ataviados con bata blanca. El chico no acababa de catalogar aquello de éxito, se sentía como en un concurso de la televisión. Para toda aquella gente se había convertido en una especie de electrodoméstico despiezado que era preciso reparar de forma minuciosa, con detalle y mucha parsimonia, así que; ante tal circo, decidió no entorpecer demasiado y mantenerse al margen lo máximo posible. Su madre parecía casi tan entusiasmada como el señor doctor, y el chico no acababa de averiguar el porqué. Ella sonreía de oreja a oreja la mayor parte del tiempo, llenando su cara de arrugas finas y gráciles. Después besaba en la frente a su hijo, mientras murmuraba repetidas veces que era un auténtico milagro. Aquellas palabras mágicas se quedaban apresadas entre los labios y minutos más tarde se asomaban de nuevo entre sus dientes. El pequeño enfermo no sabía que le acompañarían durante toda la vida.

El aspecto de una de las enfermeras que se ocupaban de medicarle era realmente particular, su labio inferior estaba deformado y su ojo derecho se hundía más de lo normal en un rostro salpicado de pequeñas cicatrices. Hacía turno de noche y llevaba unas trenzas de colegiala que le daban un aire absurdo y casi amenazador. Pero al chico le gustaba la enfermera del ojo casi cerrado, en las noches en las que no lograba conciliar el sueño, mientras ella le cambiaba el suero, lo distraía con cuentos sobre otros mundos de los que el chico no sabía nada. Al niño no le gustaban mucho sus historias, de hecho era una narradora desastrosa, pero le resultaba muy tranquilizador escuchar su voz. Cuando ella no miraba, el niño observaba de forma furtiva las cicatrices de su rostro, pero muerto de curiosidad decidía que era mejor no preguntar y desviaba la mirada. Ella siempre terminaba dándose cuenta casi siempre, sin embargo, nunca dijo nada. Una noche, en medio de uno de aquellos relatos soporíferos, le preguntó qué era un visionario.
_ Un señor que puede adivinar el futuro- respondió ella, vagamente.
_ ¿Cómo Dios?
_ Bueno, si Dios pudiese hacerlo, dudo que ninguno de los dos estuviésemos aquí. Tú no estarías enfermo y yo no tendría que cuidarte-respondió para volver con su historia.

El chico se fue de allí una semana y media después, en brazos de su padre. Sentía que alguien le había robado algo que sólo le pertenecía a él y como nadie le había encontrado una utilidad concreta se deshicieron de aquella pequeña parte que no entendían. Su padre dijo: “Gracias a Dios” y el chico no puedo evitar pensar en que Dios quizás fuese un poco estúpido, o estuviese un poco loco. No terminaba de encajar en su mente el Dios de la enfermera, que no sabía nada del futuro.
Luego pensó que todas esas hipótesis debían de ser muy viejas. De la noche de los tiempos. Es posible que nadie estuviese dispuesto a ser Dios, quizás fuese elegido el menos capacitado (como suele ocurrir con el delegado de clase o con el ministro de Economía). Pero alguien tenía que hacerlo, por inútil que fuese, así que en cuanto encontraron a un idiota dispuesto a ello, decidieron que el cargo sería vitalicio y llenaron su pecho de plegarias y alabanzas. Le construyeron un hermoso palacio en el reino de los cielos y allí lo dejaron, reinando, tranquilo, hablando solo, mientras algunos llegaban apuntándose la sien con el dedo índice y otros se marchaban lanzando miradas compasivas. El chico sintió lástima por aquel Dios, que loco o idiota, pasaba sus días creyendo que sus oraciones servían para algo, mientras que en otros lugares, la gente enfermaba, mataba, lloraba o se moría.
Sentía lástima pero, desde luego, a diferencia de su padre no creía tener nada que agradecerle al Dios estúpido. Años más tarde decidió cambiarle el nombre al Pobre Idiota y, con un cierto grado de ternura, decidió llamarlo Suerte.

Mar

Mar, en cambio, no sentía lástima de Dios. Mar lo odiaba. Odiaba a aquel maldito sádico con toda su alma. Mar era diferente. Mar no es que fuese especialmente bonita, era bonita de una forma peculiar, como lo son las inundaciones o las tormentas, pero no de la misma forma en la que las chicas suelen ser bonitas.

Tenía unos ojos azules y grandes que formaban la parte principal del esquema a partir del cual se configuraban los demás rasgos de su rostro. Tenía una nariz pequeña y fina, rodeada de algunas pecas y una boca diminuta, que nadie sabía muy bien cómo podían caber allí las sonrisas, con unos labios rosados y finos como papel de fumar, que le conferían un cierto aire infantil. Sus cejas arqueadas parecían formular siempre, una pregunta sin respuesta y con frecuencia fruncía el entrecejo, creando un aura de escepticismo curioso. Su piel era clara como la luz de los días buenos y le gustaba llevar el pelo muy corto y despeinado.

Su padre la llamó Mar porque estaba completamente seguro del azul de su mirada mucho antes de que naciese. Tendría los ojos de su abuelo Sebastián y el color sería tan puro que dolería sostenerle la mirada. Su abuelo siempre puntualizaba que se había ganado la vida ganado la vida como marino, ni como marinero ni como pescador. Y seguía siendo un marino, un viajero indómito, un navegante de deseos. Finalmente, el padre de la niña, que siempre había sido un tipo con suerte, acertó con sus predicciones.

Algunas noches, cuando nadie estaba despierto, Sebastián caminaba despacio hasta la cuna y se asomaba a ella como si se encontrase en el borde de un acantilado y observaba cómo dormía Mar, mientras, no dejaba de preguntarse que coño sueñan los bebés, los gatos o las plantas. Se sentía un extraño, un forastero en territorio comanche, una especie de niñera ridícula y esperpéntica con jersey de lana, zapatillas a cuadros y gorra de capitán. Lo que más le jodía a Sebastián de todo aquel asunto del tiempo eran sus ojos. No soportaba aquel azul grisáceo. Cada vez que veía a Mar recordaba con una mezcla de orgullo y tristeza que años atrás su iris parecía algo tan etéreo, que resultaba difícil pensar que existiese un color tan íntegro y exento de la mezcla de otras tonalidades. Ahora se reflejaba en los cristales y no podía evitar pensar que algo se había muerto en sus pupilas y no lograba recordar con exactitud cuando había ocurrido tal cosa.

Mar se movía como si por dentro estuviese llena de plumas. Se deslizaba, ligera, flotando, grácil e ingrávida. Mar soñaba con ser actriz, quería ser hoy Lady Macbeth y mañana . Quería llenar su cuerpo de aplausos y vaciar su cabeza de sus propios pensamientos, quería ser aire. A Mar le gustaba sentirse otras personas. Estudió Arte Dramático en una ciudad cercana y le fue bastante bien. Decían que tenía talento. Sus profesores le auguraban un futuro benévolo. Pero las predicciones, no dejan nunca de ser predicciones y, por tanto, no tienen porqué cumplirse. En ese momento, las esperanzas de la gente se convierten en realidades futuras que alguien tiene que arrastrar, se convierten en expectativas.

Algo así le ocurrió a Mar, el primer año después de terminar los estudios, como todos esperaban, consiguió un papel protagonista en una de las obras teatrales con más éxito del país. Se enamoró de un actor de la compañía, un tipo arrogante, pero con buen corazón (una actitud muy propia del éxito juvenil) y unos meses después decidieron alquilar un piso en la capital y vivir juntos.

Mar había demostrado que corría mucho más rápido que las expectativas, en la segunda vuelta ya las había dejado tan lejos que por mucho que volviese atrás la vista no alcanzaba a verlas. Pero las expectativas decidieron volver para vengarse en una de esas noches de verano, en las que se oyen grillos y murmullos alegres y se pueden divisar las luces de los televisores en las ventanas abiertas. Mar y el actor orgulloso, regresaban en su coche a casa después un largo ensayo.

El accidente le desfiguró la cara a ella y el otro conductor murió en el acto. Mar dejó de recibir papeles y el actor orgulloso se marchó. Dijo algo así “no es por ti, es por mi” y se libró del asunto con rapidez.

Son las dos de la mañana. Llueve un poco. Hace frío fuera, es noviembre. Mar dormita en una sala del hospital. Sueña con Sebastián y sus jerseys de lana. Sebastián se ríe de algo que Mar no puede entender mientras anda sobre las aguas como Jesucristo. Mar se despierta.

_ ¿Mar?

_ Si -responde bajito mientras se despereza.

_ Hay un niño en la 325 que acaba de salir de una operación complicada, administrale calmantes cada tres horas, si hay alguna complicación, ya sabes, me avisas.

_Bien-dice mientras coge sus cosas y se encamina a la habitación.

A Mar no le gustan los niños.

El hijo del muerto