Desde de su lugar de vacaciones José Ramírez nos envía este relato.
Los buenos momentos
“Ahora vamos a hacer un ejercicio de relajación…. Pensar en una situación muy agradable que recordéis….”.
Busco apresuradamente entre los rincones de la memoria. Nada…Sigo… “José empieza tú”… Vaya encima me toca abrir la ronda.
“Estoy en blanco, ¿Puedo esperar?”, “Claro. Margarita…. ¿Lo tienes?”, “Si, durante el viaje a la Isla de Pascua…. “. Después, otro compañero venido de Algeciras revivía sus experiencias en el Serengueti… Y yo, seguía buscando, viajando por el espacio y el tiempo… pero no iba a contar algo que me pasó a los trece años. Un sombrero de paño marrón y cinta negra pasó delante de mis ojos. Realmente delante de mis ojos estaba otro colega extasiado por sus experiencias en Cancún. Y vuelta a pasar un sombrero de paño marrón y cinta negra o al menos el sol y el tiempo así lo habían dejado. ¡Claro, eso es!
Era un domingo por la mañana en Torredonjimeno. Había recorrido los estrechos pasillos del animado mercadillo. Desgraciadamente los mercados dominicales han ido perdiendo encanto. Mejor dicho, sus mercancías han ido perdiendo interés. Cada vez más, tienen su origen en lejanas fábricas de India o China y menos de las manos de artesanos locales. Sin embargo, en el mercado anexo quizás el único de la zona abierto los domingos, sí pueden encontrarse cortes de carnes locales o frutas y verduras arrancadas a la tierra en las vegas próximas al pueblo. En la puerta, una hortelana vende higos chumbos. Los higos en un viejo cajón de fruta, todavía de madera, a un lado. Al otro, un cubo de plástico acoge las punzantes cáscaras que la vendedora elimina de tres certeros tajos. “Déme dos”. Aunque el frescor de su pulpa, invita a uno más, y otro después, no conviene abusar de los higos dicen los lugareños, “Porque hacen tapón”.
En la parte alta del mercadillo, las mesas de un bar parecen invitarme a un descanso. “una cerveza… sin alcohol”. Una botella con el logotipo del parador de Jaén, sin duda en otro momento un potente alcázar, y un pequeño flamenquín están al momento sobre la mesa. Me calo mis viejas Ray Ban. No es habitual compañero, pero ese día llevo un MP3, me coloco los auriculares… suena Dulce Pontes. Las gafas me dan sensación de una cierta invisibilidad. Observo el bullir de las gentes revolviendo zapatos, sortijas y colgantes. Por encima de sus cabezas, las hojas de plátanos, catalpas y chopos se mueven al son de la pequeña brisa que alivia los calores de los cazadores de oportunidades.
La voz de Dulce apaga los comentarios de viandantes y casi los gritos de vendedores y vendedoras. “Vamos niña, dos por un euro. ¡Dos por un euro!”… “Tengo toda la moda. Lo urtimo de París”. Los canarios del vendedor de pájaros se mueven inquietos en sus pequeñas jaulas de alambre. Un joven gitano despliega un rollo de blanca sarga mientras la posible compradora pellizquea la pieza mientras gesticula al vendedor.
La música no desentona con el espectáculo. Más aún, las palabras de Dulce se mimetizan con el ambiente y aparecen como reclamos de una sagaz vendedora: “Pasión, amor, tristeza, saudade, olvido, miedo, uma sorriso, mentiras, beleza, esperanza, celos, amor, celos, dolor…”. ¡Vendo vida! ¡Tengo de todo!
Cuando bajé la vista de los árboles, el sombrero estaba allí. Cubría la cabeza de un viejo campesino vestido con una chaqueta gris y pantalones del mismo color pero algo más oscuro. Las prendas estaban limpias y planchadas, aunque aparentaban tener tantos años como su portador. Los zapatos parecían estar a tono con la ropa. El polvo del mercadillo los cubría e impedía hacer mayores conjeturas.
Su porte me recordó aquellos versos de Miguel Hernández que como otros, descubrí con Serrat, “Andaluces de Jaén, Aceituneros altivos”… Altivo aquel anciano miraba a izquierda y derecha, como si no quisiera ser visto. Yo estaba apenas a dos metros, pero no contaba: mis Wayfarer II me hacían invisible. El anciano se agachó y levantó en un ágil movimiento que parecía ensayado durante mucho tiempo. Se desplazó unos metros y repitió el ritual. Mirar sus zapatos, mirar a izquierda, derecha, otra vez izquierda y una rápida flexión. Esta vez descubrí que el movimiento acababa con la mano en el bolsillo de la americana. Unos pasos más allá repitió la operación y ahora comprendí su ejercicio. Buscaba una colilla por el suelo, se ponía a su lado y cuando nadie le observaba, la hacía llegar a su bolsillo.
Sentí una enorme tristeza que paradójicamente no enturbió mi gozosa media hora anterior. El camarero me acababa de dejar las vueltas sobre un platillo blanco. Unas monedas y un arrugado billete de cinco euros. Me quité las gafas. Lo cogí y me acerqué al anciano “tenga para tabaco”…se lo planté en su mano. “Gracias hombre”. Observé un instante su rostro profundo, altivo y, sin duda, con un gesto de agradecimiento… Me esfumé inmediatamente entre la gente. Me armé de mis Wayfarer (dos) y continué. Dulce seguía cantando dulce…
Se eu bailar no meu batel
Não vou ao mar cruel
E nem lhe digo aonde eu fui cantar
Sorrir, bailar, viver, sonhar contigo
“José, ¿lo tienes ya?”. “Si, claro…. Era un domingo soleado de la pasada primavera. En un pueblo de la provincia de Jaén…”
24 de Junio 2.008
La Manga del Mar Menor (Murcia)
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