Así respiraban sus pulmones las horas finales. Sus últimas miradas, sus últimos sentimientos. Últimos tactos también, en ese momento tan conscientes, fabricados por el tejido de sus neuronas aún vivas.
Iba a morir, ¿podía vivir, transitar el tiempo cerrado por la condena, con ese miedo inhumano?.
La cadena de acontecimientos que la habían conducido a la trampa mortal en la que estaba atrapada aparecía en sus recuerdos como un sueño ajeno. En ese sueño ella representaba el papel de espectadora e intérprete de unos sucesos que un orden extraño dirigía, hasta donde ahora se encontraba.
Vértigo e impotencia. Miedo y dolor. Así es como otros habían decidido que fuera este momento para ella. Y por las razones de otros. Con morales implacables y ajenas a los corazones de las madres. O las novias, las hermanas, las amantes...
Pronto sería pasado, innecesariamente pasado. Por sentir y dejar sentir las urgencias de su sexo. Por ser un ser sexualmente vivo y no haber ejercido el control legal necesario, moral e hipócrita, sobre sí misma. Por la juzgada impudicia de su conducta y la osadía del orgullo íntimo de desear y comportarse como cualquier hombre cada día, en cualquier lugar.
Se acaba, pensó. Un ruido de voces le indicó que a partir de ese momento solo podría contar en minutos las sensaciones de su piel. Y la rabia sucedió al pánico.
Y desde esa nueva rabia, decidió que aún estaba viva y que estarlo significaba la oportunidad única, última de elegir, y eligió su dignidad cerrando la puerta al miedo. Construyendo con su cuerpo la altivez de la razón y el derecho.
Escupió las normas de los hombres de su corazón dejando que su feminidad deslizara su identidad por el espacio antes ocupado, disponiéndose a morir como quien era, y por encima de todas las ya inútiles cosas, decidiendo morir por quien era: una mujer.
Sawaba convirtió a sus ejecutores en verdugos, privándoles de la condición de la justicia y en asesinato su muerte. Sawaba unió su sangre en la tierra a todas las sangres ya vertidas contra la vida, y acunó el futuro de otras muertes absurdas como la suya.
Así la ví yo aquel día incierto de luz incierta pero de sólida y cierta crueldad.
Quizás mi hermana muriera en vano, la muerte decretada nunca tiene ninguna utilidad, pero vivió y eso fué suficiente.
Ninguna mentira, ningún interés egoísta, ningún bárbaro pudo evitar su existencia conscientemente asumida y la denuncia lanzada desde sus ojos en su última mirada.
Así quedó fijada su imagen en mi pupila y así la recuerdo yo: cuerpo enhiesto de mujer y corazón de mujer altivo.
Desde entonces, así alimenta cada uno de mis momentos de cariño y rebelión.
El tuyo es el descanso merecido. En tu inaccesible ahora, descansa en paz hermana.
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