Pako Galán nos en vía la siguiente aportación al Cajón de Sastre:
El relato de Miguel me ha recordado éste, inédito, que con tintes autobiográficos reposaba en un cajón de mi desván y os lo mando por si consideráis oportuna su publicación.
SIN TÍTULO
“¿A cuántos rojos te has cargado?” Cada vez que me echaba en cara al abuelo Vladimiro en aquellas interminables vacaciones estivales, repetía la pregunta imitando a mis hermanos, y el anciano, complacido, respondía invariablemente que: “No me cargué a ninguno, me limité a adelantar su llegada a los infiernos.”
El padre de mi padre ganó la guerra y por tanto nosotros ganamos la guerra y nos sentíamos orgullosos de ello.
Parecía un hombre feliz, contento con su glorioso pasado militar del que siempre hablaba en forma rimbombante: “Nosotros aniquilamos el comunismo y la herejía y exterminamos a los enemigos de Dios y de la Patria y gracias al Caudillo, disfrutamos del mayor periodo de paz que jamás se haya conocido en España.” Con ligeras variaciones, ese era todo su discurso al respecto. Nunca supe gran cosa de aquella etapa de su vida, salvo que al poco de licenciarse del servicio militar obligatorio, estalló la guerra y se alistó voluntario en las filas franquistas, y que a la vuelta se convirtió en funcionario municipal, cargo que desempeñó hasta la jubilación. De su boca jamás oí contar batallita alguna, ni un ápice se le escapó ni tampoco escuche palabra alguna a terceras personas sobre su paso por el ejército. En mi recuerdo sólo queda un anciano de comunión diaria y, tras la misa, el vermú en el casino al que acudía con su inseparable cura de negra sotana con abotonadura infinita.
Murió de muerte natural en su propio lecho y tal como reza la esquela del ABC que mi madre conservó hasta su propia muerte, falleció cristianamente habiendo recibido los santos sacramentos de su amigo y director espiritual que le atendió hasta el último suspiro, tránsito que realizó en la paz del señor y rodeado de todos los suyos. Aunque a mi me ha parecido siempre que no nos movimos de Madrid y cuando nos comunicaron el óbito, mi padre acudió en solitario al entierro puesto que mi madre se quedó atendiéndonos para que no perdiéramos las clases.
Así, mi abuelo, con el que ganamos la guerra, como todo hombre de bien, dejó su cuerpo pudriéndose en el camposanto mientras su alma ascendía a los cielos.
Del padre de mi madre, jamás se hablaba en la familia, solo se hacía alguna mención a las vicisitudes que había tenido que pasar mi abuela, viuda temprana, para sacar a los hijos pequeños adelante y de las calamidades a las que se habían enfrentado para salir todos a flote. Pero he aquí que, tras las elecciones de 1982, en una visita a la tía Juliana, ésta recobró la memoria y relató como vinieron a sacar a su padre de la cama una fría noche de otoñó de 1936, y como entre la tropa que se lo llevó había al menos un conocido de la familia, José el herrero, y como lo desaparecieron, y como alguna inmunda cuneta se habría convertido en su inmerecido pudridero y como se habrían cerrado las puertas del cielo a su alma inconfesa y como aún al acostarse rememoraba aquel frío nocturno que no la abandonaba ni en las noches más cálidas.
Aquella tarde, en casa de mi tía, los que perdimos la guerra lloramos abrazados. Lloré por mi abuelo Serafín por primera vez y por mi abuelo Vladimiro también por primera vez y por mis padres que hicieron el amor y no la guerra y por todos los derrotados y los victoriosos de todas las batallas y por la Humanidad entera. Y lloraba por mí, porque llevaba los genes de la víctima y del verdugo, yo era a la vez juez y reo, pecador y fiel devoto, y cualquiera de mis dos mitades era incapaz de reconciliarse con la otra.
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