viernes, 18 de febrero de 2011

EL JUBILADO PARCIAL


Cuando sonó el despertador, el jubilado parcial se incorporó lentamente con un gesto, mezcla de fastidio y dolor. Hacía años que todo el esqueleto le pedía cuentas al levantarse de la cama.

- “Un poco de artrosis propio de la edad “-, le había dicho el médico con el tono cansino del que repite una lección de memoria,

 -“No te preocupes. Lo grave sería que no tuvieras molestias. Con tus años, lo de no dolerte nada solo les pasa a los que duermen en de una caja de pino “-, añadía invariablemente para animarlo.

El  jubilado parcial, se puso las zapatillas y, un poco a rastras, se dirigió al cuarto de baño para empezar la rutina de todos los días, que terminaba implacablemente en su mesa del moderno edificio corporativo, en medio de una pesadilla de expedientes de impagados que, con la crisis,  había crecido exponencialmente. Como no había expectativa alguna de conseguir otra persona más (su jefa, tras armarse ingenuamente de valor, había subido a Personal a hacer un intento que, amén de fracasar estrepitosamente, casi le cuesta el puesto –“¿no ha oído usted hablar del control de costes?” - ), las jornadas eran agotadoras, haciendo bueno el recientemente acuñado lema del agonizante presidente de la CEOE: “PARA SALIR DE LA CRISIS HAY QUE TRABAJAR MÁS Y COBRAR MENOS”.

Además le dolía un poco la cabeza, como de un imposible resacón de la noche anterior, ya que el jubilado parcial, que se había vuelto metódico con los años, jamás salía de juerga la víspera de un día laborable. Después de una buena ducha se sentiría mucho mejor y, al fin al cabo, hoy era jueves, mañana jornada intensiva y luego un largo fin de semana para recuperarse de las exigencias extemporáneas de su jefa; de las disculpas, cuando no las cajas destempladas, de los malos, (más bien nulos) pagadores; del parloteo indiscriminado de su compañero de mesa, un jovenzuelo de ésos que, salen a las tantas porque no tienen a dónde ir, sin más responsabilidades que pagar la letra del BMV, que le  hacía perder la concentración a cada minuto.

 Como no era cosa de tener un lío con el pobre chaval, que ya probablemente sufría las constantes admoniciones de sus padres (aún vivía en el seno paterno/materno), le había pedido a su jefa cambio de puesto y ella prometió que hablaría con Personal; pero después de la bronca del incremento de plantilla, lo lógico era que, entre petición y petición, dejase pasar dos o tres meses para que se enfriasen los ánimos.

 –“El tiempo suficiente para volverme loco” – pensó el jubilado parcial, mientras terminaba de cepillar sus dientes como rito final de su rutina preparatoria y, luego, salió a la calle y enfiló hacia la boca del metro.

-“Joder, que frío, tenía que haberme puesto el chaquetón”- y aceleró para llegar pronto a la escalera por la que descendía una manifestación de sonámbulos con pinganillo. Al jubilado parcial le vino a la memoria el metro mugriento de sus primeros años, con su olor a sobaco y humedad subterránea y sus currantes de mono y tartera que te miraban para distraerse cuando no tenían un Marca atrasado que leer. Ahora el vagón, con pantallas de televisión y todo, era un popurrí de perfumes variopintos, incluso algunos caros. Pero lo más distintivo era el enigmático pinganillo por el que podía escucharse desde una sinfonía clásica hasta un relato pornográfico. Y el jubilado parcial, que nunca tuvo pinganillo, pasaba las horas muertas escrutando los rostros de los pinganilleros, para adivinar la naturaleza de su audición. Hasta se cruzaba apuestas consigo mismo sobre el asunto. Apuestas, a veces millonarias, aunque quiméricas, porque la única vez que, en una mañana de lunes, el jubilado parcial, al objeto de comprobar la solidez de sus inocentes teorías adivinatorias, se atrevió a preguntarle a su vecina de vagón qué era lo que estaba escuchando, ésta, adoptó una actitud silenciosamente defensiva totalmente comprensible.

El jubilado parcial salió del metro. El frío era más intenso aún pues la oficina quedaba en un desierto parque  empresarial al límite norte de la ciudad donde se conjuraban para soplar todos los vientos de la rosa. Cosas del ahorro de costes. Así que apretó el paso para apurar sin congelarse los doscientos metros que lo separaban de la puerta del edificio, cruzó el umbral y metió su tarjeta en la ranura del control de presencia; pero la barrera no se abrió.

El jubilado parcial maldijo, para sus adentros, a los de Informática, eternos responsables de este tipo de fallos y lo intentó de nuevo sin éxito.

-“¿Qué, se te olvido desconectar el despertador esta mañana? “, le comentó con sorna su vecino de mesa a quien se le abrió la barrera de al lado sin problema alguno. Y el jubilado parcial, que aún llevaba en el bolsillo del chaquetón el paquete del regalo con que sus compañeros le habían despedido la noche anterior, se dijo para sí:

-“¡Que jilipollas, si no hubiera salido sin chaquetón, me hubiera dado cuenta antes!”, y sin decir ni adiós a la joven (y rubia) recepcionista, el jubilado parcial,  metió la caducada tarjeta en el bolsillo, se dio media vuelta, salió de nuevo a la calle y empezó a caminar sin rumbo fijo.

Pese a haberse dejado en casa el chaquetón, el jubilado parcial apenas sentía frío, aunque la resaca, ahora ya menos imposible, seguía zumbándole en la cabeza como un alegre moscardón

1 comentario:

Pako dijo...

Por lo visto, este escrito ha sido mutilado (parcialmente.)