lunes, 28 de febrero de 2011

si nunca hubieras sabido...por CARLOS LOPEZ VIVAS


Si nunca hubieras sabido que te miraba… pero lo supiste. Lo sabías porque nuestras miradas chocaron en más de una ocasión. Desconozco quien era el primero que vislumbraba al otro, pero pasaba. Unas veces tú. Otras yo, supongo. Y se quedaba en eso. En sabernos por fuera, en confesarnos nuestro mutuo deseo causado por esas miradas furtivas. En intuirnos. En el estúpido envoltorio.
Y así, me aprendí tu cara, y empecé a comprender tus gestos. No sé si tú los míos, porque al saberme observada no podía actuar con naturalidad.
Se lo conté a Pablo. A él en una ocasión, en varias, le ocurrió lo mismo. No era la primera vez que lo escuchaba. En un autobús… la chica de rojo. En un bar. En la calle compartiendo horario laboral. En un museo. En un hotel. En la universidad.
Lo malo de estas historias es que sólo podemos corroborarlas de un lado. Y puede suceder, y suele suceder, que la persona observada sólo mire por el hecho de verse contemplada. Pero la mente del mirón, enamorado o enamoradizo, vuela e imagina un amor compartido.
Y como nunca me hablaste y yo nunca te hablé, mi vida siguió con los míos (tú también eras mía en el fondo). Y así, me enamoré de otras que sí tuve la ocasión de conocer, y de algunas otras que no se dejaron, pero de los que sí sabía algo más que su rostro y su talla. Y te olvidé sin olvidarte porque en realidad nunca te recordaba. Venías a mí cuando estabas y, después, te ibas, como las nubes se van cuando escampa. Pero siempre volvía la tormenta. Y dije: si nunca hubieras sabido que te miraba, no habría recalado en ti, pero tus ojos buscándome daban cuerda a mi imaginación desbordada. Y continué enamorado de Silvia a la que me era fácil quitarle el envoltorio. Físico e intelectual. Y hablábamos de todo y nada y nos desnudábamos calmando nuestra ansia de pasión desatada. Y no estaba en tí. Pero, por la mañana, nuestro sitio laboral compartido me daba otra hostia al traerte reflejado a mí.
Julia, otra que me entregó su intimidad más allá de su apariencia, me dijo que se acababa lo nuestro pero que estaba segura de que iba a arrepentirse. Me pareció la frase más incoherente que había escuchado nunca. Un “ahí te quedas… pero siempre permanecerás en mí y me fustigaré por dejarte”. Era propio de dos tipos de personas: Una “in”… inmadura, insensata, incoherente, imbécil perdida… o una mentirosa compulsiva que decía memeces para quedar bien… a esto suele acompañarle también otras características del “in”. Casi siempre, la de la imbécil perdida.
El episodio con Julia, mi amor de juventud, mi idealizada niña-joven-mujer, pasó sin pena ni gloria pero me afianzó en mi nueva impresión de que las princesas sólo existen en los cuentos.
Y así, entre recuerdos de Julia, de Laura, de Silvia, entre caricias de Silvia, besos, cafés, miradas cercanas –de “cíclopes” como dice Cortazar-, decoración de un nuevo hogar, pereza, sudor, motivación, hastío. Perdiendo carreras y ganando maratones. Soñando y desengañándome a diario. Volvía a verte y mi mundo explotaba sin testigos. Bueno, sí, uno. Tú.
En esos segundos tan nuestros, pensaba que no quería conocerte para no perder lo que habíamos construido a base de miradas, de reojos. Pero entonces te desnudaba y te besaba con pasión irrefrenable, y enrojecía tanto que pasaba un rato hasta que te volvía a mirar.
En casa, con Silvia, me reía como no lo hacía con nadie, y cenábamos a duras penas porque yo tenía miedo de atragantarme por la risa. Y veíamos una peli, o escuchábamos un poco de música mientras nos repanchigábamos en el sofá curtido de batallas. Y hacíamos el amor. Y nos dormíamos empapados en sudor en aquellas noches de julio.
 Un día, imaginé tu vida fuera de nuestro recinto común. Y te ví con un Jaime a tu lado… un Luis, o Raúl o Pedro. Y me regocijé en mi pensamiento, imaginaba momentos colmados de ternura en los que de entre tus brazos emanaba un hombre terriblemente hermoso. Y ese dulce regocijo se convirtió en bocetos de celosía. Silvia ya estaba dormida a pesar del calor pero a mí tu evocación me había desvelado.
El calor de la habitación empezó a sacudirme con fuerza. Pasé la noche despierto, y el ordenador calmó mi vehemencia y amortiguó el ímpetu que empezaba a empujarme a ti. Por entonces ya sabía tu nombre. Sólo tu nombre.
Y con más café que sangre en el cuerpo llegué a ti. A tu ojo derecho, a tu ojo izquierdo. Y fui capaz de aguantar la mirada más que nunca. Y con el estomago lleno, relativicé. Y de ser todo para mí pasaste a ser una anécdota más. Y por lo que aprendí con Julia, por ese amor que me hizo sentir María, por Silvia, siempre por Silvia, volaste al pozo del pasado. De un pasado sin resolver… hace tiempo que se esfumó mi ansiedad resolutiva. Y con Silvia sólo tenía ojos para Silvia. Con la mano de Silvia, sólo sus cinco dedos. Con la mirada de Silvia sólo cabía ella… unos ojos conocidos que sabía bien lo que estaban pensando.
Pero como siempre he sido una inconstante, todo esto lo pienso cuando te veo y no me ves. Pero si coincidimos, entonces, de nuevo, tropiezo. Empiezo a pensar que debería caer. Quiero caer. Voy a caer.  

No hay comentarios: