Ayer
Lola, así la llamaban todos, era viuda, viuda joven, con dos hijas a criar y un futuro incierto a desarrollar, la mujer del Herrero vivió en tiempos de convulsiones políticas y de presiones inmovilistas, de cultura acotada y de hambruna por temporadas, pero a ella, con toda su sobrecarga nunca se la vio derrotada ni tan siquiera abatida, tampoco se la vio jurar y menos aún llorar.
En ningún momento tuvo confidentes ni corralillos donde descargar, hombros donde apoyar, pañuelos donde secar, estaba sola, muy sola...y lo sabía; Dolores sin embargo aparentaba la fortaleza del guerrero, la robustez del roble y a su vez la belleza indómita de la rosa del desierto.
Tenía el cabello largo, negro como la pez, unos ojos tan vivos como el fuego de su antigua fragua y una sonrisa cargada de ternura que hipnotizaba a los que rodeaba.
Cometía un error terrible, así se comentaba en las alcobas, un buen hombre podría arreglar lo que a buen seguro era su desgracia. Tal vez otro Herrero, pero eso sí, de espíritu más dócil o de alma más correcta, o... más manejable, podría ayudar a sobrellevar tan enorme carga para una mujer sola.
Trabajaba de sol a sol como se decía por aquel entonces, vendía los huevos de sus gallinas, recogía algarrobas de algún que otro vecino, espigaba en las mañanas donde aún no existía el sol o limpiaba las aulas del colegio del pueblo, trabajaba casi como cualquier hombre de aquel lugar.
A Dolores no sólo le dolían los huesos o los higadillos, las agujas que nadie veía eran las que más herían, perforaban el fondo de sus entrañas, atravesaban el corazón y terminaban reflejándose en sus pechos solícitos, a los que muchos, por cierto miraban y que luego mas tarde tardaban en confesar. Ella no quería otro Herrero que acallara el fuego interno, que apagara los rescoldos del alma, que la pusiera en casa “como Dios manda”, simplemente quería vivir, vivir sin más, que la dejaran en paz, educar a sus hijas en libertad, y como mucho... ¡soñar!.
Una tarde llegaron al pueblo, montados en camiones ruidosos, con potentes altavoces que destrozaban el silencio, una avanzadilla de jóvenes uniformados, venían a restablecer el orden divino y humano –eso decían-. Cantaron himnos y rezaron, alzaron los brazos, con su manos extendidas en perfecta sincronización, dieron consignas a correligionarios y a mas de otro le llevaron a ver un Sol lejano.
Hablaron en
Pero ella se retiraba, no oía, ¿para qué?, el miedo no existe, es la cobardía la que te acalla, o te inclinas o te enfrentas, no hay alternativa, nunca te dobla porque sí, además “trabajo tenía para dar y tomar”, no podía perder mas tiempo en miserables que aprovechan los mares revueltos para sobrevivir, aupándose sobre los cadáveres de los demás.
La luna llena llegaba y el silencio de la noche apuntaba en las libretas negras los nombres de las venganzas y de las vergüenzas: “aquel por un saco de trigo, el otro por una mala mirada, aquel por tener muchas vacas, allí había uno que leía, otro que protestaba y aquella por no estar emparejada”.
Rumores corrían, se olía, se mascaba...se sabía. “El viento sopla y oyes su voz, y sabes de donde viene pero no a donde va”; Mientras, en la casa de
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