Había estado un largo rato hojeando aquel informe médico y no había encontrado la fatídica palabra. Entre ese galimatías de grafismos impronunciables no había ni rastro de ella. Era evidente que no estaba allí, que nadie había querido que quedara reflejada explícitamente entre aquella monótona repetición de sufijos que se debatía cansinamente entre las -itis y las -osis.
No obstante, él sentía la resonancia del vocablo dentro de sí, como un enorme badajo que golpeara en su interior y esparciera la reverberación por todo su cuerpo.
Hacía más de un año, mucho antes de que recibiera el fatídico sobre, que sentía que su tiempo se acababa, que su fecha de caducidad, ésa que está escrita con tinta invisible e indeleble en cada niño que nace, ya estaba próxima. Durante todo este tiempo había pensado qué haría, cómo lo afrontaría, qué sería lo último que le gustaría hacer. Pero ahora, que la sola omisión de una palabra le confirmaba la cruda verdad, se encontraba perdido. La inmediatez de la nada con su corolario, el olvido, lo sumió en un profundo y devastador silencio.
Al deambular por la casa sus pasos le llevaron a la biblioteca. Su colección de novela negra estaba allí esperándole, siempre fiel. Cogió su libro favorito…
Marlowe estaba en su negra oficina esperando un caso lo bastante interesante como para que mereciera la pena escribir una página más. En la pieza entró un hombre, delgado, enjuto, ni demasiado viejo ni demasiado joven, llevaba un sobre color sepia que se agitaba continuamente con el temblor de su mano.
- Sr. Marlowe, he pensado que quizá usted necesite un ayudante.
- Ha pensado usted demasiado, ahórrese el esfuerzo. Yo trabajo solo -dijo el detective con una voz tan ronca que parecía salir del fondo de la voluta de humo que exhalaba su negra boca.
- Pero, yo podría …
- Silencio, ya he dicho mi última palabra, por favor, váyase y no olvide cerrar la puerta.
- Entonces, no me deja usted otra opción…
De repente, el extraño personaje sacó de su bolsillo un reluciente Smith and Weson y descargó su cargador sobre el detective, que apenas tuvo tiempo de levantarse de la silla. Una vez cometido el abominable crimen, el asesino arrastró el cuerpo a la habitación contigua, limpió la sangre y, plácidamente, se sentó a esperar en la misma silla en la que el detective había estado sentado minutos antes.
Al poco se oyeron pasos y la puerta se abrió dejando entrar una corriente gélida, estremecedora.
- Lo que usted busca está en la habitación de al lado -dijo el intruso-. Lléveselo. ¡Ah!, y llévese también este sobre.
Al caer la tarde, se oyeron otra vez pasos en el corredor y la puerta de la oficina se abrió de nuevo.
- ¿El Sr. Marlowe?
- El mismo, ¿qué se le ofrece?
- Verá, el caso es difícil de explicar.
- No se preocupe, tenemos una eternidad de tiempo por delante. Cuénteme…
Una gris madrugada lo encontraron, sentado en el sofá de su casa, con un libro abierto en el regazo y en su rostro, la sonrisa etrusca de la inmortalidad.
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