… Las vetustas escaleras de madera crujieron cuando sus pisadas plasmaron en cada escalón su huella. Llegó a la habitación 27, en la segunda planta. Apenas una tenue luz asomaba a través de los cristales que adornaban la lamparita de la mesilla, la suficiente para ver la silueta de la mujer que le esperaba impaciente sentada en el borde de la cama. Él se acercó y ella, clavando las pupilas en sus ojos, hablándole con la mirada limpia como tantas veces había hecho antes, se levantó. Le acarició la cara y le abrazó, susurrándole al oído un te quiero que latió en su sienes durante un minuto. Le besó la cara, los ojos, acarició sus cejas, su nariz, sus labios, para que se quedara grabada esa imagen para siempre en sus manos. Tomó por la cintura a esa mujer, la que sin pretenderlo, había conquistado su alma. Él le dijo algo al oído y ella se estremeció. Permanecieron abrazados, sin moverse, y un instante después comenzaron a quitarse el uno al otro la ropa. Lentamente, él desató el lazo del vestido rojo que llevaba anudado en su cuello, bajó la cremallera y suspiró. Los botones fueron cayendo, frágiles como si fueran de coral. Sus besos eran cada vez más cálidos, se rozaban con sus lenguas, marcando el perfil de sus labios, para que permanecieran allí sellados, para que nunca se marcharan. Él la tomó en sus brazos y suavemente reclinó su cuerpo sobre la cama, un mar de sábanas blancas que desprendían olor a flor de azahar. Comenzó a desnudarla mientras la besaba y ella inclinaba su cuello, haciendo sitio para que cupieran sus besos, dejándose amar. Cuando sus manos alcanzaron el pubis, pudo sentir su sexo húmedo, sus pechos turgentes, sus pezones agrandándose hasta tomar forma de fresa madura para ser comida, para acariciarlos con la lengua hasta no dejar semilla. A ella le gustaba y él lo sabía. Gemía con sus caricias, las de sus labios, las de sus manos, las del sexo que explotaba de emoción al notar su contacto.
Entonces ella, hablándole bajito le pidió que se tumbara. “Cierra los ojos” –dijo- y él sorprendido, se dejó hacer. Empezó a acariciar su pelo, su cuello, sus oídos y besó sus ojos cerrados, los que veían a través de los párpados porque estaba emocionado; sus labios poco a poco entreabrieron su boca con la lengua, agotando todas las posibilidades antes de entrar en el juego del beso íntegro. Terminó de desnudarle lentamente, acariciando cada una de las partes de su cuerpo, mordisqueándole los pezones chicos que apenas resaltaban emergiendo de su blanca piel. Le besó infinitamente antes de que su sexo cálido rozara el ombligo de su amante. Resbaló por su pecho y plácidamente lamió el sexo erecto que se mostraba ante ella, que convulsionaba reaccionando a la excitación; le besó los muslos, su entrepierna y buscó ese lugar dormido donde nunca nadie había entrado. Poco después, ella tomó de nuevo entre sus manos aquel sexo, montó en su vientre y lo introdujo tímidamente en su abismo. Ahí estalló ese momento de locura que durante tanto tiempo había soñado.
“Quiero que estés dentro de mí”- susurró en su oído. Ella subía y bajaba, cabalgando en prados imaginarios, dibujando círculos con su cuerpo, con sus caderas, mientras él ya no era consciente de la realidad. Tomó sus pechos, tomó sus pezones con los dientes, con los labios para no hacerle daño, la besó con pasión. Al mismo tiempo, los rizos de su melena marrón, destellos color como el de las hojas de otoño mojadas, caían sobre sus ojos, y él enredaba sus dedos en ellos, entrelazándolos mientras la miraba con dulzura, como sólo esos ojos oscuros que se tornaban del color del azabache, sabían decir. Él la penetró una y otra vez, con la ternura que desprendía su cuerpo y al tiempo con frenética pasión. La tomó entre sus brazos y con sutileza dirigió su boca al pubis, a su sexo, empapado de cariño. Lo lamió mientras ella no dejaba de gemir, de apretar su cabeza contra su todo, contra su vientre. Su clítoris aumentaba de tamaño, desprendía fuego y él supo que estaba gozando. Apartó su boca y ella le invitó de nuevo a entrar en su ser, mientras le decía que apretara, hasta el fondo, hasta lo más profundo de su cálido hogar. Ella tumbada boca arriba, apoyó la planta de sus pies en el pecho de aquel hombre; él estaba de rodillas, le acariciaba las piernas, besaba sus pies, no dejaba de moverse. El tacto de su piel presagiaba que cerca estaba el fin, que el relámpago llegaría en cualquier momento. Y así fue, agotando los segundos, unidos el uno al otro, besándose con pasión, empapados en sudor, estallaron de gozo, sin aire, con mil palpitaciones en su haber. Se abrazaron intensamente y desnudos, sobre las sábanas blancas, se miraron y no hubo otra palabra porque sus ojos todo lo decían. Se acariciaron los labios, como al principio y se fundieron en un beso que les pareció interminable. Horas, minutos o segundos después, ella se incorporó y sonriendo le miró. Le tendió la mano y juntos se incorporaron y se abrazaron. Fue en ese momento, al girar la vista, cuando en el espejo que descansaba sobre la cómoda, encontraron el desnudo reflejo de la felicidad. Caminaron abrazados hasta la ventana y a través de los visillos de organza, vieron cómo hacía explosión otro obús, cerca de la Estación de las Delicias.
Algo así debió ocurrir aquella tarde, el día en que mis abuelos le engendraron en un hotel de Madrid, una tarde tibia de verano. Era once de agosto y aunque lucía el sol, ella tenía las manos frías.
Setenta y ocho años después, intento imaginar, recrear en mi mente la escena de cómo sucedió y todo lo que se dieron. Para dar vida a un ser que irradia luz, que rebosa de alegría, que es fuerte en momentos terribles, que regala besos a diario, que llora a oscuras y en silencio para que nadie sienta su malestar, que da todo sin pedir nada a cambio, que sonríe al más malvado, debe haberse puesto mucho amor y sensibilidad. Manuel me fue mostrando a lo largo de su vida cómo debían tejerse las inquietudes y las ilusiones; cómo aprender a afrontar el devenir de los acontecimientos, los tristes, los inesperados, los sorprendentes y hasta los que pueden producir enajenación temporal. Ahora no puedo pedirle una respuesta si una duda asalta mi interior. Se durmió hace siete años, pero sé que en sus sueños yo también amo y sonrío...Hay algo suyo en mí. Alberga parte de mi corazón y puedo sentirle cuando, en mis sueños, me abraza.
13 comentarios:
¡Genial!
Pero Maribelucha, ya no estás inédita ! Enhorabuena.
Anónimo Veneciano
Me encanta, se nota que eres muy pasional (no como otras).
Este relato hace que te evadas a una historia bonita y pasional, la que algunas veces estás deseando sentir y vibrar con ella.
Un relato grande y lleno de realidad…
Un beso Isabel
Uffff, hasta me he emocionado al final y todo...muy profundo, ¡sí señor! Y enhorabuena, que eres finalista!!!! :P
Que bueno Isa, me he emocionado mucho.
No sabía que escribias ¡enhorabuena finalista!
Besos Cloti
Me ha encantado Maribelín!! Hazte escritora YA!! Un beso Titas
Ojalá todos los padres dejáramos esa huella tan bonita en nuestros hijos. Es un homenaje precioso a un Gran Hombre.
Me encanta¡¡¡¡
Si este relato ha sido tu alternativa como escritora, has conseguido un "20"
Besotones Merce
joe que cantidad de comentarios. A mi el relato "me puso" GENIAL
http://megafonocomisiones.blogspot.com/
A mi...también me abraza...
Enhorabuena hermana.
Que profundo y que impactante... me encanta!.. se nota que sale de lo más hondo..! Un beso.
Anita.
Mamá, en el proximo quiero ser protagonista (: Porque tanto el Yuyu como yo estamos y estaremos siempre muy orgullosos de tí.
¡Te quiero muchisimo mamá!
Me ha emocionado mucho Maribel! He passo por varias emociones en 10 minutos.... ojalá dejara en mi hijo esa huella de amor. Enhorabuena Divina!!!! Paloma H
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