Salgo del hospital con una sensación de angustia que me ahoga, doy tres pasos rozando los charcos y me paro, la lluvia acaricia mi rostro, mi cabeza no para de darle vueltas a la conversación de hace unos minutos, no ha sido una noticia tan mala como la que esperaba, pero ha cambiado mi mirada, mis ojos copian la lluvia en una oleada de sollozos, y mis manos se funden con mis mejillas sintiendo su piel mojada. Comienzo a andar tras un momento de confusión y vuelvo a estar entera, mis manos se despiden de mi piel y mis ojos se olvidan de mis lágrimas, pero mi mente todavía me deja un resquicio de realidad con la que seguir peleando.
Sin salir del recinto del hospital, y aun andando lo que a mi me parecen kilómetros, me encuentro con un hombre, está apoyado en una valla y tiene una bolsa de plástico en las manos, la gente que le rodea lo hace sin percatarse de su presencia, todos van al compás de un ritmo acelerado, ni aun rozándolo podrían sentir que es un cuerpo lo que están tocando, pero yo noto su calor en la distancia. Su rostro muestra inocencia y sus manos piden ayuda extendidas hacia la humanidad que, sin mirarle, pasan de largo hacia sus respectivos destinos.
No para de llover, se está mojando, su pelo y su barba se adornan con gotitas de agua que parecen brillar, da la impresión de que no le importa estar empapado, pero me fijo en su mirada y no es como la de los demás transeúntes, la tristeza que en ella encuentro es tan grande, que no se asemeja a ninguna otra que pueda recordar. El azul de sus ojos se vuelve más intenso a medida que me acerco, sus labios, agrietados por el frió, parecen gritar de dolor y agonizar en llanto.
Ya frente a él mi mano rebusca en mi bolsillo y siente el vacío, solo pelusas que se enredan en mis dedos, él no para de mirarme y extender las manos. Abro el bolso y veo mi monedero blanco, la cremallera tarda en deslizarse, está atascada, y cuando por fin se abre, en mis ojos se vislumbra la angustia, solo llevo chatarra, veinte céntimos, quizás treinta. Mis dedos, temblorosos, se introducen en el compartimiento y sacan el dinero, en ese momento pienso: “ojalá por arte de magia se convirtiera en un fajo de billetes para poder cambiar la mirada de ese hombre”, pero no es así, mi mano roza la suya cediendo el poco dinero que puedo darle. Cuando logro contemplar su gesto, veo en el un atisbo de esperanza. Mi voz, quebrada, intenta disculparse por solo poder darle chatarra, pero una sonrisa entrecortada da paso a una voz grave que me hace ahogar el llanto, cuando me dice que lo que importa es la voluntad, y sin dejar de mirarme a los ojos, me desea un buen día,”lo mismo le deseo a usted” le digo, pero se que su día no será tan bueno como el mío, a pesar de la mala noticia que me han dado en el hospital hace tan solo unos minutos.
MORGANA
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