jueves, 3 de febrero de 2011

TAXIS A NINGUNA PARTE DE Ketedhen Yalevale

El día que salí de la cárcel entré en el infierno. ¿De qué podría servirme esta libertad, si ya desde ese momento estaba obligado a presentarme en el juzgado y a dejar un domicilio donde pudiera ser localizado por el funcionario encargado de la condicional? ¿O acaso el volver a integrarme en la sociedad me iba a permitir ejercer el mismo libre albedrío que ya antes me había enviado al trullo? ¿Entonces dónde está el infierno, dentro o fuera? No sé, como siempre muchas preguntas y ninguna respuesta. Una vez leí que solo las respuestas justifican las preguntas y que una pregunta sin respuesta es simplemente una pregunta mal planteada. Quizás no debiera leer tanto. Pero ahora será mejor que preste atención a lo que estoy haciendo, no vaya a ser que el cuello del taxista, donde tengo apoyada la punta de mi navaja, sufra algún daño mayor que las pequeñas laceraciones que mi nervioso pulso tatúa en su piel. Al fin y al cabo, aunque sea la recaudación de toda una noche de curro, la vida vale mucho más, sobre todo cuando tienes un negocio que atender y un compromiso con los clientes. Me joden estas cosas, en la cárcel no tenía necesidad de dar por saco a nadie y si lo hacía era a algún cabronazo toca huevos.
            Siempre he tenido una gran empatía por los demás. Así, viendo los asustados ojos de aquel  hombre reflejados en el retrovisor, podía sentir la humedad de su frío sudor, el vacío que en el estómago le provocaba el miedo y la tensión de todos sus músculos. Incluso podía apreciar el acelerado ritmo del corazón a través del movimiento del bolsillo de su camisa.
            Quise tranquilizarle ofreciéndole un cigarrillo, y aunque pareció balbucear que no fumaba, el caso es que lo aceptó; me imagino que por aprovechar que ya estaba encendido. Era tan evidente que no había fumado nunca como que no echaba de menos la abstinencia, pues en poco más de tres caladas lo había consumido entero. Le encendí otro.
            Ya parecía entender mejor mis monótonas y emotivas órdenes: derecha, izquierda, ¡pon los intermitentes de una vez, joder!; y es que estos tíos no tienen remedio, les trae sin cuidado el que venga detrás cualquiera que sea la situación.
            El tipo comenzó a ponerse parlanchín. Después de una breve predicción meteorológica para los próximos siete días y de un fino análisis socio-político acerca de los ciclos económicos, pasó a hablarme de que si llevaba solo un año con el taxi, que si lo había cogido para complementar su sueldo de adjunto a la cátedra de Computación Psicoactiva, que no le llegaba para pagar el costoso tratamiento al que su mujer se estaba sometiendo en una prestigiosa clínica de Houston, para la reconstrucción mamaria de sus tetas, después de que estas pasaran por el concurso televisivo “Tenga usted las Tetas que tanto gustan a los amigos de su marido”.
            Me empezaron a entrar ganas de vomitar, incluso de hacerlo encima suyo. Mi víctima pasaba por momentos de pobre diablo a gilipollas contumaz con su propia estupidez.
            Entonces al tipejo se le empezaron a saltar las lágrimas. Decía, mientras encendía un nuevo cigarrillo, que si le ocurría algo, su mujer no podría hacer frente a los elevados pagos del tratamiento y que tanto ella como los hijos de esta, a los que él había dado sus apellidos, se verían obligados a traficar con drogas, especular con activos financieros tóxicos, o a meterse en política; siguiendo todo un camino de depravación personal.
            A pesar de que toda empatía había desaparecido hacía algunas calles, seguía sintiendo el sudor frío, el estómago estragado y los músculos crispados, si bien, ahora, se trataban de los propios.
            Noté como comenzaba a faltarme el aire. La navaja se me escurría entre los dedos y el puto taxista, que no dejaba de hablar y de fumarse mi tabaco, hacía la alineación y estrategia de la selección española para el próximo campeonato, en el que las líneas medular y de tres cuartos deberían juntarse más con el fin de achicar espacios. Empecé a encontrarme francamente mal. Un extraño olor sulfuroso impregnaba todo el ambiente, la vista se me nublaba distorsionando el aspecto y la dimensión de las cosas y la navaja qué no sé donde andaba. Mientras el taxista, al que parecían haberle crecido dos pequeñas protuberancias en los extremos de la frente, no paraba de reírse en mi cara, además de mostrar una malévola mirada por cuyo interior parecían desfilar los acontecimientos más turbulentos de mi vida. El calor se hizo sofocante y arrastrado en un vórtice infernal perdí el conocimiento, solo para recuperarlo al sentir como un ardiente puño helado me atravesaba el pecho arrancándome el corazón.

1 comentario:

Dios dijo...

Muy ameno