Sin reparar en que el luminoso situaba el ascensor en la séptima planta, posó el dedo en el cinco, el del último piso. Momentos después y con media hora de adelanto, como casi siempre desde hacía treinta años, dejó el maletín sobre su escritorio al tiempo que pulsaba el encendido del ordenador y, sin esperar un instante, se dirigió hacia la máquina de café a por el primero de la jornada.
De camino, iba pensando que no le importaba si aquello se había iniciado al lanzar el manotazo contra el maldito despertador o si lo venía soñando y al despertar se había quedado revoloteando en su cerebro, pero tenía la certeza de que esa obsesión y su inseparable jaqueca no le abandonarían hasta después de la cena.
Todos los botones de aquel artilugio pugnaban por ganar su atención parpadeando con la misma leyenda: “Thé a la menthe.” Pero el hizo caso omiso a las llamadas luminosas eligiendo uno al azar y al instante apareció en la ventanilla un vaso negruzco de material indefinible, rebosante de un líquido oscuro que debía oler a café, el mismo aroma que desprendía su padre en las peroratas dominicales de sobremesas lejanas.
Samuel lo sabía desde entonces, no levantaba un palmo del suelo y ya estaba en el ajo y, como suele suceder con todas las verdades reveladas, el tiempo se había encargado de reforzar ese convencimiento. Sin embargo la palabreja le resultaba tabú, especialmente cuando se trataba de aplicársela a sí mismo. Tampoco ayudaba el ambiente de aquella oficina, donde nadie consideraba ni remotamente la posibilidad de ser tildado con tamaño despropósito. Podían ser cualquier cosa: jefes, administrativos, secretarios… empleados, trabajadores, currantes, pero… ¡Obreros?
Y él que conocía el percal, procuraba pasar desapercibido mientras acumulaba trienios. Pero esa prudencia no le impedía pensar, más bien saber, que la plusvalía de su trabajo engrosaba las fortunas de los accionistas ausentes y de los directivos presentes y que algún día tendría que poner los puntos sobre las íes.
De nuevo en su puesto, miró a través del cristal hacia el reloj de la plaza: las nueve y cinco. Sacó la manzana del maletín y tanteando en el cajón, dio con su “herramienta,” la navaja montera que usaba para la fruta. Por ensalmo, cayó en la cuenta de que todo el mundo estaba en su puesto afanándose en los teclados, incluso los “masca” que laboraban febrilmente en sus despachos. No recordaba que se hubiera dado una asistencia semejante a hora tan temprana, ni siquiera “el día de la bomba.”
A media mañana, el jefe, en contra de la costumbre de aparecer a su espalda fisgoneando en la pantalla, le reclamó por teléfono que se presentara en el despacho y Samuel acertó a guardarse premonitoriamente la “herramienta” en el bolsillo trasero del pantalón antes de acudir a la cita con el destino.
El “reyezuelo” le ordenó desde el trono sentarse en la sillita penitencial y comenzó a largar alabando sus cualidades personales y profesionales… Samuel, aprovechando el prolegómeno, se evadió momentáneamente al paraíso, junto a las huríes, y al volver, pareciéndole que el discurso estaba a punto de cambiar de tercio, se atrevió a desviar la mirada hacia la ventana, buscando el reloj que seguía marcando las nueve y cinco y, sin esperar un segundo, sacó “la faca,” la acostó ostentoso en la mesa que le separaba del amo y espetó en un susurro: _Es que soy…
Y el jefe, contrariado por la interrupción, _¿ Eres…?
Y Samuel, _Soy… de la virgen Maria…
Y el jefe, _ ¿Qué?
Y Samuel, aún a media voz, _Quiero decir que soy… de san José obrero, que soy un obrero vamos.
Y el jefe, _Ya, y yo también…
Y Samuel, explotando, de corrido y a grito pelado, _¡Que soy hijo de la clase obrera, y que no sigas por ese camino, maldito esbirro, cómplice de la patronal, hijo de la gran puta. Por ti y gente como tú, nos hallamos en este estado calamitoso, me cago en la ostia!… ¡Y además!…, añadió desgañitándose, _¡TE PERDONO LA VIDA, MAMÓN!
Recogió la navaja de monte, aún en su funda de cuero, y salió dando un portazo en dirección al ascensor que esperaba en la planta doce según el chivato, lo cual le importaba un pimiento mientras pulsaba el cero para largarse a respirar aire fresco.
Mientras descendía, cayó en la cuenta de que se trataba del sueño recurrente de siempre. Ahora sonaría el despertador… o quizás ya le había sacudido el guantazo acallador…
Al tiempo que se abría la puerta, descubrió que la jaqueca había desaparecido. Cruzó el vestíbulo y, en el umbral, la luz cegadora del sol le obligó a hacer visera con la mano para mirar al reloj de la torre: La una menos cuarto. En ese instante supo que no quería pellizcarse para comprobar si estaba despierto. La calle explotó en mil colores y los transeúntes le parecieron relajados y amistosos. Sus labios dibujaron una estupenda sonrisa. Se sentía ligero como un jilguero. Improvisó un brinco inexplicable para su condición física, chocando los talones en el aire, y se alejó caminando.
Sentía que se había quitado treinta años de encima y treinta kilos.
-Soy feliz, pensó.
1 comentario:
Publicar un comentario