miércoles, 15 de febrero de 2012

CADENAS ROTAS de Concha Gomez de Andres

Allí estaba, en medio de aquella gran escalinata, con su figura menuda, inmóvil, envuelto en un mar de lágrimas. Y sus palabras “No te vayas”, que repetía insistentemente, todavía resuenan en mí pero tenía que marcharme, mi estancia allí había llegado a su fin. 

Han transcurrido 40 años pero para algunos recuerdos parece que no existe el tiempo.
Deseaba poder hacer algo, deseaba que pudiera salir de allí, él y muchos otros que también estaban en aquel lugar, pero no podía ser. Aquel era su sitio
Así estaban las cosas. Ya me lo habían explicado, no podíamos hacer nada. Era la Ley, era la Norma, eran sus cadenas invisibles.

Unos meses atrás, en mi primer día no podía imaginarme……..
 Estábamos en los últimos años de la dictadura y todavía existía el “Servicio Social”, que al cumplir los 18 años era de obligatorio.

Para aquellas jóvenes afortunadas que sabíamos leer y habíamos estudiado, podíamos elegir entre distintos trabajos de carácter social. Me ofrecieron varios. No sé por qué pero no lo dudé había que ayudar en un centro de acogida de niños de corta edad. Estaban escasos de personal.

El primer día estaba expectante. Al principio, lo habitual: Controles firmas y presentaciones. Me asignaron a una cuidadora y la acompañé.
Llegamos a una gran sala. Estaba completamente vacía, pero totalmente llena de luz. Era todo silencio. En una pared  había grandes  ventanales y enfrente varias puertas cerradas.
Sonó una campana y a continuación las puertas se abrieron. El silencio se rompió y todo fue un griterío.  En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeada de aquellos gritos, de aquellos brazos y de diminutas manitas que tiraban de mi ropa, poco más allá de mis rodillas..
Y sus  palabras que no paraban de repetir mientras tiraban de la ropa era las mismas: ¡¡Dame un beso, dame un beso   ¡!
Y ¡cómo no!, me incliné ante sus demandas, pero era imposible ¡cada vez eran mas!.
- ¡No les hagas caso, me dijo la cuidadora. Si les haces caso estás perdida ¡son tantos!
Pero me daba igual, aquellos pequeños necesitaban besos, abrazos, juegos,….
Y yo estaba allí. Y lo tuvieron.
Pero aquello era como querer curar una herida que permanecía abierta.
Por las noches, al costarlos suspiraban por su mayor anhelo ¡El domingo va venir mi mamá a verme!. Me ha regalado un caballito y me ha dicho que me va a traer otro.
Pero pasaba un domingo y otro y otro y el caballito seguía solo.

Eran historias tristes, la mayoría de abandonos. Ellas existían pero no para ellos. No estaban en su realidad, pero sí en su corazón  y en sus anhelos.
Unos anhelos que se alentaban cada seis meses. En el límite del tiempo se hacían reales pero para ellos era solo volver a empezar. No se podían adoptar.

Esos niños seguirían teniendo su madre apenas real y mientras, en la oficina, montones de expedientes, de peticiones de otros corazones que esperaban a ser sus madres de corazón, en la realidad. Y nuevas esperas. Otros seis meses.
Y allí seguían, encadenados a aquel lugar. Eran sus cadenas invisibles.
Y nosotras  lo veíamos y nos entristecíamos. Veíamos aquellas cadenas invisibles pero no podíamos hacer nada. Solo desear. Desear que hubiera alguien desde su fuerza,  pudiera romperlas. Y deseamos intensamente. Y deseé.

Y el tiempo pasó y seguí deseando que cambiaran las cosas, que cambiara aquella dura realidad.

Y ¡por fin! llegó un día que ¡me alegré! pues hoy sé que en algún sitio alguien que también deseó hizo posible que cambiara aquella cruda realidad.
Alguien que hizo posible que cambiara aquella absurda norma.

Hoy sé que ahora tienen una oportunidad.
¡Hoy sé que están las cadenas rotas!

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