miércoles, 4 de abril de 2012

ISABEL GALAN - FINALISTA -UNA HORA


Una hora
Amaneció como una mañana de primavera cualquiera. Se intuía un día soleado, uno más hacia el trabajo, uno más guardando en el bolsillo los gestos de la gente que iba en el tren, uno más sonriendo sacando parecidos, uno más de andenes llenos, empujones, maletas, carreras, conversaciones de estudiantes, euforia malsonante, razas, vestimentas dispares, rastas y cabezas afeitadas, oídos succionados por brillantes auriculares, páginas de libros pasando una tras otra embelesadas ante la mirada de su lector, una simple hora, triste e inevitable para algunos, enriquecedora para otros, una hora más de camino.
Al finalizar la tarde, Eulalia apagó su ordenador, tomó su cazadora y al recoger el último lápiz que esperaba aún despistado la caricia de sus dedos, sonó el teléfono. Se sorprendió al escuchar la agradable voz que tiritó al otro lado de la línea. No fue una llamada más. Fue la que por fin esclarecía ese error que estuvo pululando por su mente, chocándose con los muros y adoquines de sus neuronas una y otra vez.
Dos días después, recibió un sobre procedente de Sevilla con la documentación que necesitaba, junto a una nota adhesiva de color amarillo que decía -‘Todo tiene solución. Un abrazo. Diego Villegas’-. En ese instante supo que tras esas palabras sólo podía esconderse una buena persona y un fiel compañero.
A partir de aquel veintidós de mayo no cesaron de viajar notas de colores entre Madrid y Sevilla. Un sencillo ‘¿Qué tal estás? y un abrazo’; un ‘Hola guapetona, espero que algún día nos podamos ver, aunque de momento tengamos que aprovechar los medios telemáticos y las notas como ésta para comunicarnos’, bastaban para que la ilusión invadiera la oficina el resto del día. Diego le envió un abrazo fuerte y un besazo en rosa fucsia; ella, al principio, un tímido beso y un hasta pronto en una nota en forma de árbol. Entre una y otra, quebraron el silencio llamadas de teléfono, alegrías en momentos de oscura concentración, de estructuras secuenciales, pseudocódigos, bucles y algoritmos corriendo tras ese fuego fatuo imposible de alcanzar.
Transcurrieron el verano y el otoño dejando paso a las huellas invernales que serían parte del mañana, a notas volando de ciudad en ciudad curioseando las palabras en ellas impresas, una naranja y otra verde en forma de beso estampado con el carmín de sus labios, para que él supiera cómo era esa boca que le hablaba en la distancia; nota tras nota acurrucando en sus dobleces los sabores del mejor fútbol, del Sevilla y el Atlético de Madrid en la Liga Europea, de alegrías, decadencias, malestares, mensajes navideños y deseos de salud y paz. Salió premiado el número de lotería que compartían aquella Navidad, económicamente triste pero saludablemente orgulloso de haber servido de lazo esperanzador.
Ya estaba al acecho una primavera más y la feria del libro abrió sus puertas. Él recibió un pequeño libro lleno de grandes sentimientos en el que el autor rogaba encarecidamente que no dejara de sonreír. Laia, como él la llamaba, recibió una rosa virtual, que aunque Diego hubiera deseado que fuera real, hidrató su alma y provocó una explosión de cariño hacia aquel hombre que a quinientos kilómetros paseaba cada día más cerca de su corazón. Ella contestó a su correo: ‘Tengo muchísimas ganas de verte’, al que él respondió: ‘Ídem de ídem’.
Caminaron los días, en filas de dos, de tres, marcando el paso, y entre correo y correo, celebrando la victoria de España en el Mundial, ella le dijo que había asistido al CEDI(1) presentando su ponencia “Sistemas de Análisis de Huellas Digitales” y que habría sido estupendo que él también hubiera podido…Y de pronto escuchó la palabra precisa en el momento más travieso, ese que siempre anda dando la lata y al que tienes que regañar porque está interrumpiendo algo importante. A Diego le vibraba la voz al decir que pronto asistiría a las Jornadas Nacionales de Seguridad Informática en Madrid. Al fin se conocerían, cenarían juntos y hablarían largo y tendido…
Y entonces su voz y sus palabras fueron tomando forma. En su último correo, la víspera de su llegada, Laia le preguntó cómo era, cómo podría encontrarle en una cafetería llena de gente y él, con esa risa peculiar, no sonora sino lanzada con señales de humo y a ritmo de tan-tan, le contestó: “¡Quilla!, yo que quería sorprenderte… Pero bueno, te hago una avanzadilla: me parezco un poco a Al Pacino. ¡La curiosidad hay que mantenerla viva hasta el último momento!”
Rió al imaginar si sería moreno, llevaría el pelo revuelto y tendría la mirada profunda, aunque estaba segura de que lo mejor de él lo encontraría en su interior. Probablemente sería divertido, sincero y diría lo primero que se le pasara por la cabeza.
Laia, como cada tarde, tomó el tren en El Pozo y tras un largo recorrido salió al Paseo de la Castellana. Se dirigió a la cafetería en la que habían acordado encontrarse y entró echando un vistazo rápido a la gente. Se sentó en un taburete y pidió un cortado. De pronto, escuchó una voz que hablaba por teléfono y sintió que le era conocida. Dio media vuelta muy despacio y allí estaba él. Realmente era un hombre moreno, aunque de pie y de espaldas no pudo percibir su presencia.
Así fue como él se presentó aquella tarde de martes. Se vistió como cada día, no tuvo que disfrazarse y coger la de cañón recortado para llevar a cabo un trabajo más de la camorra napolitana. Su traje y su voz eran de innata naturalidad y por eso a ella no le fue difícil reconocerle.
Minutos después él aún hablaba por teléfono. No sabría precisar en qué segundo se giró, pero fue exactamente en ese instante cuando sus miradas se cruzaron. Laia esbozó una sonrisa y un saludo con la mano. Diego, algo nervioso, sonrió sin dejar de mirarla. Él pensó que... Ella también lo pensó.
(1)Congreso Nacional de Informática


-¿Por qué Al Pacino?- preguntó Laia, mirándole de arriba abajo e intentando encontrar alguna semejanza.
-¿No has visto la napia que tengo?- contestó él paseando el dedo índice por su perfil interminable.
-¡Vaya! Repasé todo menos la nariz, pero lo que más me gusta es ese acento tuyo de mafioso andaluz.- contestó ella entre carcajadas.
El tiempo se detuvo y a partir de ahí, el café negro y amargo pasó a ser el más exquisito, humeante y tornasolado que jamás habían degustado.
-¿Sabes? He de confesarte que más que estas Jornadas, me atraía la idea de conocerte. Reciclarse es fantástico, pero tener la oportunidad de vernos lo es mucho más- dijo Diego mirándole a los ojos.
-Ya lo sabía- contestó ella. Y lo sabía y estaba segura, porque de haberse celebrado el congreso en Sevilla y haber tenido la oportunidad de asistir, le hubiera atraído el mismo aliciente.
Laia le llevó a cenar a una taberna en el Madrid de los Austrias. Bocado a bocado, saltaron las palabras, brincaron por la mesa y formaron siluetas de auténtica amistad.
La copa la tomaron en el “Café del Nuncio”, ese lugar tan entrañable de la calle Segovia donde preparan los mejores cafés y dulces de madroño de todo Madrid. Sorbo a sorbo, trago a trago, fueron saboreando sus gustos, su intimidad familiar, sus problemas, sus defectos. De sus bocas, mil secretos guardados y ahora expuestos bajo la luz de las velas con la naturalidad y sinceridad de los amigos que se confiesan sus temores y sus deseos. Se pusieron uno en el lugar del otro y se permitieron el lujo de darse consejo, se invitaron a reflexionar y esas palabras dieron paso a una corriente de aire limpio que atravesó la cueva tormentosa y llena de ruido que embargaba sus entrañas. Se introdujeron en los resquicios y grietas de sus vidas, en la de los que les rodean y pensaron en lo que les depararía el destino, a ellos, a los suyos, sus pequeños y sus mayores. Laia, sosteniéndole la mirada, acercó sus manos a las de él, grandes y confortables. Las tomó con cuidado y acarició sus dedos. Pensó que con ese simple gesto apreciaría lo que quería transmitirte. Diego no dijo nada, pero la miró a los ojos y sonrió. Ella supo que él lo había comprendido.
Al día siguiente, se encontraron en la misma cafetería y el camarero intuyó las mismas sensaciones participando en sus vidas con ese amable ‘Buenas tardes señores, ¿Qué va a ser? ¿Un café?’ Y los sentimientos se dejaron ver de nuevo. Más risas y más miradas cómplices.
Ya había caído la noche y continuaron con su charla amiga en ‘La España Cañí. Diego le dijo que guardaba las notas de colores y Laia riendo, contestó que ella no había tirado ninguna. Y el tiempo voló y llegó la despedida. Él la abrazó y le dijo que seguirían en contacto.
-Vendrás pronto a Sevilla, ¿cierto? –preguntó Diego afirmando.
Ella asintió, le correspondió en su abrazo y se separaron. Aquella noche él tardó en conciliar el sueño. Ella también. Se habían rebelado demasiadas emociones en muy poco tiempo y el trasgo gruñón no dejaba de martillear sus cabezas.
El jueves amaneció nublado y frío. A media mañana, Diego contestó a su mensaje: ‘Cojo el AVE de las cuatro en Atocha’. Laia lo devolvió: ‘Espérame. A las tres estoy allí’. Ella sabía que él se moría de ganas de volverla a ver. Él también sabía que ella se moría.
Mientras se dirigía a la estación, pensaba en lo difícil que es asumir la existencia de los sentimientos reales convertidos en diablillos rojos y dejar a un lado los que nos dictan el tratado del buen hacer, la obediencia, el respeto y la moral. En aquel instante sólo deseaba abrazarle.
-¿Qué virguería has hecho, niña? ¡Salir del trabajo para estar aquí conmigo sólo una hora más. Una hora!
- ¡Calla, hombre! ¿No ves que la ocasión lo merece y este momento es irrepetible? -le increpó con ese medio enfado quedón, tocándole las palmas como si en un tablao flamenco se hallaran.
- Te echaré de menos… Nuestras charlas… Muchísimo.
- Yo también. Quizá más.
Y en ese beso lacrado en su mejilla, en esa mirada fiel, en ese abrazo infinito y en esas palabras susurradas al oído, quedaron guardados para siempre los auténticos sentimientos. Ella no quería mirar atrás. Aquella tarde en la estación de Atocha, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Mientras él viajaba, sólo pudo enviarle un mensaje al móvil: ‘Eres una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida. Siempre te llevaré guardado en una parcelita de mi corazón, en la de las esencialmente importantes. Te quiero más de lo que tú piensas. Un besazo’. Laia no sabe aún qué pensó él mientras lo leía, ni el registro de su sonrisa si la hubo, ni si acaso miró con chispas en sus ojos negros por la ventanilla las nubes alejándose o si se quedó pensando o memorizando lo que había leído, intentando llegar al fin del entendimiento.
Minutos después recibió un mensaje en el móvil: ‘Para el amor no hay palabras. Son los ojos los que hablan por el corazón. Un beso muy fuerte. Diego Villegas’.
Desde aquella tarde de otoño, no volvió a pasar una sola hora en su vida en el que con notas de colores, mensajes, llamadas o pensamientos no se dijeran, volando, ‘Cuídate. Te necesito a mi lado’.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Misabel, enhorabuena de nuevo... más, mucho más,... quiero leerte siempre. No me falles. Un ferviente admirador.

Unknown dijo...

un beso. muy bien

Anónimo dijo...

Isa, no hay palabras. Que historia más bonita. Sigue escribiendo que lo haces perfecto.Un beso

Anónimo dijo...

Soy Concha, porqué me lo mandaste tan tarde!!! Me ha encantado a mi también!!! me recuerda a ..... tú ya sabes qué me recuerda... besos!!!!

administrador dijo...

¿QUE ECUERDA? por favor coilleo al blog