Danzando mis piernas
enredan tus cuerdas,
se para el sonrojo,
avanza el magenta.
Furioso mordisco
que enciende mis venas,
saltan colores
por mi frente y me queman.
Aguanto mi vientre
entre puños y estrellas,
si suelto el ombligo
se desgrana y chorrea.
Tu pecho se acerca,
tropieza, gatea,
y un paso separa
la llama y la cera.
Al tacto tus manos
son cubos de seda...
sábado, 27 de marzo de 2010
miércoles, 24 de marzo de 2010
LOS BUENOS MOMENTOS de José Ramirez
Desde de su lugar de vacaciones José Ramírez nos envía este relato.
Los buenos momentos
“Ahora vamos a hacer un ejercicio de relajación…. Pensar en una situación muy agradable que recordéis….”.
Busco apresuradamente entre los rincones de la memoria. Nada…Sigo… “José empieza tú”… Vaya encima me toca abrir la ronda.
“Estoy en blanco, ¿Puedo esperar?”, “Claro. Margarita…. ¿Lo tienes?”, “Si, durante el viaje a la Isla de Pascua…. “. Después, otro compañero venido de Algeciras revivía sus experiencias en el Serengueti… Y yo, seguía buscando, viajando por el espacio y el tiempo… pero no iba a contar algo que me pasó a los trece años. Un sombrero de paño marrón y cinta negra pasó delante de mis ojos. Realmente delante de mis ojos estaba otro colega extasiado por sus experiencias en Cancún. Y vuelta a pasar un sombrero de paño marrón y cinta negra o al menos el sol y el tiempo así lo habían dejado. ¡Claro, eso es!
Era un domingo por la mañana en Torredonjimeno. Había recorrido los estrechos pasillos del animado mercadillo. Desgraciadamente los mercados dominicales han ido perdiendo encanto. Mejor dicho, sus mercancías han ido perdiendo interés. Cada vez más, tienen su origen en lejanas fábricas de India o China y menos de las manos de artesanos locales. Sin embargo, en el mercado anexo quizás el único de la zona abierto los domingos, sí pueden encontrarse cortes de carnes locales o frutas y verduras arrancadas a la tierra en las vegas próximas al pueblo. En la puerta, una hortelana vende higos chumbos. Los higos en un viejo cajón de fruta, todavía de madera, a un lado. Al otro, un cubo de plástico acoge las punzantes cáscaras que la vendedora elimina de tres certeros tajos. “Déme dos”. Aunque el frescor de su pulpa, invita a uno más, y otro después, no conviene abusar de los higos dicen los lugareños, “Porque hacen tapón”.
En la parte alta del mercadillo, las mesas de un bar parecen invitarme a un descanso. “una cerveza… sin alcohol”. Una botella con el logotipo del parador de Jaén, sin duda en otro momento un potente alcázar, y un pequeño flamenquín están al momento sobre la mesa. Me calo mis viejas Ray Ban. No es habitual compañero, pero ese día llevo un MP3, me coloco los auriculares… suena Dulce Pontes. Las gafas me dan sensación de una cierta invisibilidad. Observo el bullir de las gentes revolviendo zapatos, sortijas y colgantes. Por encima de sus cabezas, las hojas de plátanos, catalpas y chopos se mueven al son de la pequeña brisa que alivia los calores de los cazadores de oportunidades.
La voz de Dulce apaga los comentarios de viandantes y casi los gritos de vendedores y vendedoras. “Vamos niña, dos por un euro. ¡Dos por un euro!”… “Tengo toda la moda. Lo urtimo de París”. Los canarios del vendedor de pájaros se mueven inquietos en sus pequeñas jaulas de alambre. Un joven gitano despliega un rollo de blanca sarga mientras la posible compradora pellizquea la pieza mientras gesticula al vendedor.
La música no desentona con el espectáculo. Más aún, las palabras de Dulce se mimetizan con el ambiente y aparecen como reclamos de una sagaz vendedora: “Pasión, amor, tristeza, saudade, olvido, miedo, uma sorriso, mentiras, beleza, esperanza, celos, amor, celos, dolor…”. ¡Vendo vida! ¡Tengo de todo!
Cuando bajé la vista de los árboles, el sombrero estaba allí. Cubría la cabeza de un viejo campesino vestido con una chaqueta gris y pantalones del mismo color pero algo más oscuro. Las prendas estaban limpias y planchadas, aunque aparentaban tener tantos años como su portador. Los zapatos parecían estar a tono con la ropa. El polvo del mercadillo los cubría e impedía hacer mayores conjeturas.
Su porte me recordó aquellos versos de Miguel Hernández que como otros, descubrí con Serrat, “Andaluces de Jaén, Aceituneros altivos”… Altivo aquel anciano miraba a izquierda y derecha, como si no quisiera ser visto. Yo estaba apenas a dos metros, pero no contaba: mis Wayfarer II me hacían invisible. El anciano se agachó y levantó en un ágil movimiento que parecía ensayado durante mucho tiempo. Se desplazó unos metros y repitió el ritual. Mirar sus zapatos, mirar a izquierda, derecha, otra vez izquierda y una rápida flexión. Esta vez descubrí que el movimiento acababa con la mano en el bolsillo de la americana. Unos pasos más allá repitió la operación y ahora comprendí su ejercicio. Buscaba una colilla por el suelo, se ponía a su lado y cuando nadie le observaba, la hacía llegar a su bolsillo.
Sentí una enorme tristeza que paradójicamente no enturbió mi gozosa media hora anterior. El camarero me acababa de dejar las vueltas sobre un platillo blanco. Unas monedas y un arrugado billete de cinco euros. Me quité las gafas. Lo cogí y me acerqué al anciano “tenga para tabaco”…se lo planté en su mano. “Gracias hombre”. Observé un instante su rostro profundo, altivo y, sin duda, con un gesto de agradecimiento… Me esfumé inmediatamente entre la gente. Me armé de mis Wayfarer (dos) y continué. Dulce seguía cantando dulce…
Se eu bailar no meu batel
Não vou ao mar cruel
E nem lhe digo aonde eu fui cantar
Sorrir, bailar, viver, sonhar contigo
“José, ¿lo tienes ya?”. “Si, claro…. Era un domingo soleado de la pasada primavera. En un pueblo de la provincia de Jaén…”
24 de Junio 2.008
La Manga del Mar Menor (Murcia)
Los buenos momentos
“Ahora vamos a hacer un ejercicio de relajación…. Pensar en una situación muy agradable que recordéis….”.
Busco apresuradamente entre los rincones de la memoria. Nada…Sigo… “José empieza tú”… Vaya encima me toca abrir la ronda.
“Estoy en blanco, ¿Puedo esperar?”, “Claro. Margarita…. ¿Lo tienes?”, “Si, durante el viaje a la Isla de Pascua…. “. Después, otro compañero venido de Algeciras revivía sus experiencias en el Serengueti… Y yo, seguía buscando, viajando por el espacio y el tiempo… pero no iba a contar algo que me pasó a los trece años. Un sombrero de paño marrón y cinta negra pasó delante de mis ojos. Realmente delante de mis ojos estaba otro colega extasiado por sus experiencias en Cancún. Y vuelta a pasar un sombrero de paño marrón y cinta negra o al menos el sol y el tiempo así lo habían dejado. ¡Claro, eso es!
Era un domingo por la mañana en Torredonjimeno. Había recorrido los estrechos pasillos del animado mercadillo. Desgraciadamente los mercados dominicales han ido perdiendo encanto. Mejor dicho, sus mercancías han ido perdiendo interés. Cada vez más, tienen su origen en lejanas fábricas de India o China y menos de las manos de artesanos locales. Sin embargo, en el mercado anexo quizás el único de la zona abierto los domingos, sí pueden encontrarse cortes de carnes locales o frutas y verduras arrancadas a la tierra en las vegas próximas al pueblo. En la puerta, una hortelana vende higos chumbos. Los higos en un viejo cajón de fruta, todavía de madera, a un lado. Al otro, un cubo de plástico acoge las punzantes cáscaras que la vendedora elimina de tres certeros tajos. “Déme dos”. Aunque el frescor de su pulpa, invita a uno más, y otro después, no conviene abusar de los higos dicen los lugareños, “Porque hacen tapón”.
En la parte alta del mercadillo, las mesas de un bar parecen invitarme a un descanso. “una cerveza… sin alcohol”. Una botella con el logotipo del parador de Jaén, sin duda en otro momento un potente alcázar, y un pequeño flamenquín están al momento sobre la mesa. Me calo mis viejas Ray Ban. No es habitual compañero, pero ese día llevo un MP3, me coloco los auriculares… suena Dulce Pontes. Las gafas me dan sensación de una cierta invisibilidad. Observo el bullir de las gentes revolviendo zapatos, sortijas y colgantes. Por encima de sus cabezas, las hojas de plátanos, catalpas y chopos se mueven al son de la pequeña brisa que alivia los calores de los cazadores de oportunidades.
La voz de Dulce apaga los comentarios de viandantes y casi los gritos de vendedores y vendedoras. “Vamos niña, dos por un euro. ¡Dos por un euro!”… “Tengo toda la moda. Lo urtimo de París”. Los canarios del vendedor de pájaros se mueven inquietos en sus pequeñas jaulas de alambre. Un joven gitano despliega un rollo de blanca sarga mientras la posible compradora pellizquea la pieza mientras gesticula al vendedor.
La música no desentona con el espectáculo. Más aún, las palabras de Dulce se mimetizan con el ambiente y aparecen como reclamos de una sagaz vendedora: “Pasión, amor, tristeza, saudade, olvido, miedo, uma sorriso, mentiras, beleza, esperanza, celos, amor, celos, dolor…”. ¡Vendo vida! ¡Tengo de todo!
Cuando bajé la vista de los árboles, el sombrero estaba allí. Cubría la cabeza de un viejo campesino vestido con una chaqueta gris y pantalones del mismo color pero algo más oscuro. Las prendas estaban limpias y planchadas, aunque aparentaban tener tantos años como su portador. Los zapatos parecían estar a tono con la ropa. El polvo del mercadillo los cubría e impedía hacer mayores conjeturas.
Su porte me recordó aquellos versos de Miguel Hernández que como otros, descubrí con Serrat, “Andaluces de Jaén, Aceituneros altivos”… Altivo aquel anciano miraba a izquierda y derecha, como si no quisiera ser visto. Yo estaba apenas a dos metros, pero no contaba: mis Wayfarer II me hacían invisible. El anciano se agachó y levantó en un ágil movimiento que parecía ensayado durante mucho tiempo. Se desplazó unos metros y repitió el ritual. Mirar sus zapatos, mirar a izquierda, derecha, otra vez izquierda y una rápida flexión. Esta vez descubrí que el movimiento acababa con la mano en el bolsillo de la americana. Unos pasos más allá repitió la operación y ahora comprendí su ejercicio. Buscaba una colilla por el suelo, se ponía a su lado y cuando nadie le observaba, la hacía llegar a su bolsillo.
Sentí una enorme tristeza que paradójicamente no enturbió mi gozosa media hora anterior. El camarero me acababa de dejar las vueltas sobre un platillo blanco. Unas monedas y un arrugado billete de cinco euros. Me quité las gafas. Lo cogí y me acerqué al anciano “tenga para tabaco”…se lo planté en su mano. “Gracias hombre”. Observé un instante su rostro profundo, altivo y, sin duda, con un gesto de agradecimiento… Me esfumé inmediatamente entre la gente. Me armé de mis Wayfarer (dos) y continué. Dulce seguía cantando dulce…
Se eu bailar no meu batel
Não vou ao mar cruel
E nem lhe digo aonde eu fui cantar
Sorrir, bailar, viver, sonhar contigo
“José, ¿lo tienes ya?”. “Si, claro…. Era un domingo soleado de la pasada primavera. En un pueblo de la provincia de Jaén…”
24 de Junio 2.008
La Manga del Mar Menor (Murcia)
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HIJO DEL VIENTO de Miguel Gil
Cuentan en el pueblo, que en aquella casa vivió un hombre joven cargado de ideales y de valor más que probado. Vivió en tiempos difíciles, tiempos de incultura y resquicios de post guerra, de hambruna ocasional y poco dada a los afectos. Sin embargo, dicen de él que hubo un día, que con sus entendederas, fue capaz de cambiar y ver las cosas de otra manera, de aprender a escuchar y de valorar lo bueno que hay en los demás. ¿Cuál fue el motivo?, hablan de un cuadro famoso, pero nadie supo ni sabrá jamás lo que de verdad le ocurrió por los adentros, en el interior de sus entrañas o de su cabeza.
Piensan que algo debió pasarle en su interior, pues era un hombre normal, de aquellos de los de entonces. Se debió “pasar de tuerca” –dijeron-, tanto adobe puesto en las mañanas frescas de hielos o tanto tejado rematado en las tardes de sol plomero.
Fue una tarde de viernes, después de regresar de mimar sus viñas, -así se expresaba- se le vio por el pueblo cabizbajo y enfuruñado, como si llevase un buen fardo de leña a lomos, o como si algo le cortase el fuelle al caminar. Se acercó a la cantina de la plaza y se bebió sus dos claretes de tornas, no cruzando palabras con los que allí estaban. Le vieron que los sorbía poco a poco, como si los fuese saboreando en el paladar. Mas sólo llegó a decir al marcharse un “Buenas noches y a despertar que ya va siendo hora”. Dicen que fue por entonces, cuando empezó a cambiar, se le vio leyendo libros, escribiendo en los cuadernos e incluso hasta pintando pequeños bocetos. La gente, viendo de tal comportamiento, empezó a preguntarle por sus cepas o trigales con cierta preocupación, pero él, sin apenas inmutarse respondía “son mecidas por el viento y cubiertas por el Sol, yo tan sólo les doy agua cuando no les llega o las limpio para que no mueran por crecer en demasía”.
Al principio le tomaron por demente o en el mejor de los casos por iluso, “otro Quijote perdido” se dijeron. Pero con el paso del tiempo, se le empezó a coger cariño por todas las gentes, pues cuando estabas con él, parecía que te miraba para los adentros y como si comprendiese las miserias y vilezas que llevamos dentro, te escuchaba y o bien sonreía, o parecía que reflexionaba, aunque nada decía.
A menudo no respondía a las dudas o las preguntas que en confianza le hacían y eso desconcertaba a las gentes, pero también es verdad que él siempre decía “los consejos son como los colores, depende de quien los dé y con que gafas se vean, tan sólo haz caso a tu corazón, escucha lo que te cuenta”. No obstante a él se le veía que cuando le confiaban, a veces sufría o se le notaba como un escalofrío le recorría la espalda y se le ponían los pelos de punta o incluso hasta soltaba lágrimas mal disimuladas. Pero él, siempre estuvo ahí, de eso daban fe más de uno y eso sí que valía.
Pasaron las primaveras y también los inviernos, y se fueron acostumbrando a lo extraño de su comportamiento, aquello de “perder el tiempo” escuchando a la gente del pueblo…y sin rédito aparente o beneficio oportuno –pensaban algunos-
Dicen también, que por su forma de ser, empezó a levantar envidias y rencores, incluso se le acusaba en los círculos más poderosos, que había hecho un pacto con el Averno, o que tal vez fuese un hereje porque compartía lo que tenía, que a lo mejor era un agente de alguna sociedad secreta pero que en definitiva, aquello no era normal. Que si era bueno, debiera ser fraile y si quería distribuir la riqueza que se hiciese político, pero que si era loco debieran de encerrarlo en un manicomio, no fuese a contagiar a los demás.
Una tarde de primeros de primavera, se tomó una decisión por parte del Concejo del lugar; cuando apareciese por la plaza, a su hora habitual, debiere ser arrestado y en Comisión formada a tal efecto por parte de la autoridad política, religiosa y civil, se le interrogaría utilizando los métodos que fuesen necesarios, para así averiguar a que atenerse con aquel agitador de corazones.
Dicen también, que llegada la tarde noche de aquel día, bajó un hombre de las colinas, un lugareño, vecino de sus viñas y que mientras los otros esperaban al arresto, éste, les entregó un papel manuscrito que decía: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo lo nacido del Espíritu” y una firma casi imperceptible que a modo de rúbrica ponía, “tan sólo escuchar vuestro corazón”.
Y ahí quedó la cosa, no se volvió a saber nada más de él, registraron su casa y sus tierras, la plaza y las cantinas, la iglesia y los corrales, pero desapareció, desapareció como si lo hubiese absorbido el cielo.
Unos dicen que lo más posible es que lo mataran, otros piensan que huyó por los montes y riberas; incluso hay algunos que dicen, ¡increíble! que le vieron en la cárcel de mi pueblo.
No encontraron ni maletas preparadas, ni ausencia de comida, todo estaba normal en su casa; bueno ahora que lo digo, lo único que llamó la atención fue la reproducción en una de las paredes de algo parecido al Guernica de Picasso y algún que otro detalle del mismo cuadro pintado a carboncillo en sus cuadernos, pero nada mas.
Lo que sí es verdad, que desde entonces quedó en memoria de la gente la impronta de aquel ser, de aquella increíble persona, mas aún, aquí le conocen por el sobrenombre de: Juan espíritu del viento.
-¡Qué bonita es la historia! –replicó uno de los que escuchaban – Oye, y tú, ¿cómo sabes de aquello?
-Yo no sé tanto, es mi madre la que me lo cuenta cada cierto tiempo, y con lágrimas en sus ojos ya aviejados pero llenos de vida, siempre me termina diciendo: ¡despierta, hijo del viento!
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SIN TITULO de Pako Galán
Pako Galán nos en vía la siguiente aportación al Cajón de Sastre:
El relato de Miguel me ha recordado éste, inédito, que con tintes autobiográficos reposaba en un cajón de mi desván y os lo mando por si consideráis oportuna su publicación.
SIN TÍTULO
“¿A cuántos rojos te has cargado?” Cada vez que me echaba en cara al abuelo Vladimiro en aquellas interminables vacaciones estivales, repetía la pregunta imitando a mis hermanos, y el anciano, complacido, respondía invariablemente que: “No me cargué a ninguno, me limité a adelantar su llegada a los infiernos.”
El padre de mi padre ganó la guerra y por tanto nosotros ganamos la guerra y nos sentíamos orgullosos de ello.
Parecía un hombre feliz, contento con su glorioso pasado militar del que siempre hablaba en forma rimbombante: “Nosotros aniquilamos el comunismo y la herejía y exterminamos a los enemigos de Dios y de la Patria y gracias al Caudillo, disfrutamos del mayor periodo de paz que jamás se haya conocido en España.” Con ligeras variaciones, ese era todo su discurso al respecto. Nunca supe gran cosa de aquella etapa de su vida, salvo que al poco de licenciarse del servicio militar obligatorio, estalló la guerra y se alistó voluntario en las filas franquistas, y que a la vuelta se convirtió en funcionario municipal, cargo que desempeñó hasta la jubilación. De su boca jamás oí contar batallita alguna, ni un ápice se le escapó ni tampoco escuche palabra alguna a terceras personas sobre su paso por el ejército. En mi recuerdo sólo queda un anciano de comunión diaria y, tras la misa, el vermú en el casino al que acudía con su inseparable cura de negra sotana con abotonadura infinita.
Murió de muerte natural en su propio lecho y tal como reza la esquela del ABC que mi madre conservó hasta su propia muerte, falleció cristianamente habiendo recibido los santos sacramentos de su amigo y director espiritual que le atendió hasta el último suspiro, tránsito que realizó en la paz del señor y rodeado de todos los suyos. Aunque a mi me ha parecido siempre que no nos movimos de Madrid y cuando nos comunicaron el óbito, mi padre acudió en solitario al entierro puesto que mi madre se quedó atendiéndonos para que no perdiéramos las clases.
Así, mi abuelo, con el que ganamos la guerra, como todo hombre de bien, dejó su cuerpo pudriéndose en el camposanto mientras su alma ascendía a los cielos.
Del padre de mi madre, jamás se hablaba en la familia, solo se hacía alguna mención a las vicisitudes que había tenido que pasar mi abuela, viuda temprana, para sacar a los hijos pequeños adelante y de las calamidades a las que se habían enfrentado para salir todos a flote. Pero he aquí que, tras las elecciones de 1982, en una visita a la tía Juliana, ésta recobró la memoria y relató como vinieron a sacar a su padre de la cama una fría noche de otoñó de 1936, y como entre la tropa que se lo llevó había al menos un conocido de la familia, José el herrero, y como lo desaparecieron, y como alguna inmunda cuneta se habría convertido en su inmerecido pudridero y como se habrían cerrado las puertas del cielo a su alma inconfesa y como aún al acostarse rememoraba aquel frío nocturno que no la abandonaba ni en las noches más cálidas.
Aquella tarde, en casa de mi tía, los que perdimos la guerra lloramos abrazados. Lloré por mi abuelo Serafín por primera vez y por mi abuelo Vladimiro también por primera vez y por mis padres que hicieron el amor y no la guerra y por todos los derrotados y los victoriosos de todas las batallas y por la Humanidad entera. Y lloraba por mí, porque llevaba los genes de la víctima y del verdugo, yo era a la vez juez y reo, pecador y fiel devoto, y cualquiera de mis dos mitades era incapaz de reconciliarse con la otra.
El relato de Miguel me ha recordado éste, inédito, que con tintes autobiográficos reposaba en un cajón de mi desván y os lo mando por si consideráis oportuna su publicación.
SIN TÍTULO
“¿A cuántos rojos te has cargado?” Cada vez que me echaba en cara al abuelo Vladimiro en aquellas interminables vacaciones estivales, repetía la pregunta imitando a mis hermanos, y el anciano, complacido, respondía invariablemente que: “No me cargué a ninguno, me limité a adelantar su llegada a los infiernos.”
El padre de mi padre ganó la guerra y por tanto nosotros ganamos la guerra y nos sentíamos orgullosos de ello.
Parecía un hombre feliz, contento con su glorioso pasado militar del que siempre hablaba en forma rimbombante: “Nosotros aniquilamos el comunismo y la herejía y exterminamos a los enemigos de Dios y de la Patria y gracias al Caudillo, disfrutamos del mayor periodo de paz que jamás se haya conocido en España.” Con ligeras variaciones, ese era todo su discurso al respecto. Nunca supe gran cosa de aquella etapa de su vida, salvo que al poco de licenciarse del servicio militar obligatorio, estalló la guerra y se alistó voluntario en las filas franquistas, y que a la vuelta se convirtió en funcionario municipal, cargo que desempeñó hasta la jubilación. De su boca jamás oí contar batallita alguna, ni un ápice se le escapó ni tampoco escuche palabra alguna a terceras personas sobre su paso por el ejército. En mi recuerdo sólo queda un anciano de comunión diaria y, tras la misa, el vermú en el casino al que acudía con su inseparable cura de negra sotana con abotonadura infinita.
Murió de muerte natural en su propio lecho y tal como reza la esquela del ABC que mi madre conservó hasta su propia muerte, falleció cristianamente habiendo recibido los santos sacramentos de su amigo y director espiritual que le atendió hasta el último suspiro, tránsito que realizó en la paz del señor y rodeado de todos los suyos. Aunque a mi me ha parecido siempre que no nos movimos de Madrid y cuando nos comunicaron el óbito, mi padre acudió en solitario al entierro puesto que mi madre se quedó atendiéndonos para que no perdiéramos las clases.
Así, mi abuelo, con el que ganamos la guerra, como todo hombre de bien, dejó su cuerpo pudriéndose en el camposanto mientras su alma ascendía a los cielos.
Del padre de mi madre, jamás se hablaba en la familia, solo se hacía alguna mención a las vicisitudes que había tenido que pasar mi abuela, viuda temprana, para sacar a los hijos pequeños adelante y de las calamidades a las que se habían enfrentado para salir todos a flote. Pero he aquí que, tras las elecciones de 1982, en una visita a la tía Juliana, ésta recobró la memoria y relató como vinieron a sacar a su padre de la cama una fría noche de otoñó de 1936, y como entre la tropa que se lo llevó había al menos un conocido de la familia, José el herrero, y como lo desaparecieron, y como alguna inmunda cuneta se habría convertido en su inmerecido pudridero y como se habrían cerrado las puertas del cielo a su alma inconfesa y como aún al acostarse rememoraba aquel frío nocturno que no la abandonaba ni en las noches más cálidas.
Aquella tarde, en casa de mi tía, los que perdimos la guerra lloramos abrazados. Lloré por mi abuelo Serafín por primera vez y por mi abuelo Vladimiro también por primera vez y por mis padres que hicieron el amor y no la guerra y por todos los derrotados y los victoriosos de todas las batallas y por la Humanidad entera. Y lloraba por mí, porque llevaba los genes de la víctima y del verdugo, yo era a la vez juez y reo, pecador y fiel devoto, y cualquiera de mis dos mitades era incapaz de reconciliarse con la otra.
lunes, 22 de marzo de 2010
SAWABA de Consuelo Durandez
Un día incierto, una luz incierta y un mundo sólido y cierto. De una densa y terrible certeza.
Así respiraban sus pulmones las horas finales. Sus últimas miradas, sus últimos sentimientos. Últimos tactos también, en ese momento tan conscientes, fabricados por el tejido de sus neuronas aún vivas.
Iba a morir, ¿podía vivir, transitar el tiempo cerrado por la condena, con ese miedo inhumano?.
La cadena de acontecimientos que la habían conducido a la trampa mortal en la que estaba atrapada aparecía en sus recuerdos como un sueño ajeno. En ese sueño ella representaba el papel de espectadora e intérprete de unos sucesos que un orden extraño dirigía, hasta donde ahora se encontraba.
Vértigo e impotencia. Miedo y dolor. Así es como otros habían decidido que fuera este momento para ella. Y por las razones de otros. Con morales implacables y ajenas a los corazones de las madres. O las novias, las hermanas, las amantes...
Pronto sería pasado, innecesariamente pasado. Por sentir y dejar sentir las urgencias de su sexo. Por ser un ser sexualmente vivo y no haber ejercido el control legal necesario, moral e hipócrita, sobre sí misma. Por la juzgada impudicia de su conducta y la osadía del orgullo íntimo de desear y comportarse como cualquier hombre cada día, en cualquier lugar.
Se acaba, pensó. Un ruido de voces le indicó que a partir de ese momento solo podría contar en minutos las sensaciones de su piel. Y la rabia sucedió al pánico.
Y desde esa nueva rabia, decidió que aún estaba viva y que estarlo significaba la oportunidad única, última de elegir, y eligió su dignidad cerrando la puerta al miedo. Construyendo con su cuerpo la altivez de la razón y el derecho.
Escupió las normas de los hombres de su corazón dejando que su feminidad deslizara su identidad por el espacio antes ocupado, disponiéndose a morir como quien era, y por encima de todas las ya inútiles cosas, decidiendo morir por quien era: una mujer.
Sawaba convirtió a sus ejecutores en verdugos, privándoles de la condición de la justicia y en asesinato su muerte. Sawaba unió su sangre en la tierra a todas las sangres ya vertidas contra la vida, y acunó el futuro de otras muertes absurdas como la suya.
Así la ví yo aquel día incierto de luz incierta pero de sólida y cierta crueldad.
Quizás mi hermana muriera en vano, la muerte decretada nunca tiene ninguna utilidad, pero vivió y eso fué suficiente.
Ninguna mentira, ningún interés egoísta, ningún bárbaro pudo evitar su existencia conscientemente asumida y la denuncia lanzada desde sus ojos en su última mirada.
Así quedó fijada su imagen en mi pupila y así la recuerdo yo: cuerpo enhiesto de mujer y corazón de mujer altivo.
Desde entonces, así alimenta cada uno de mis momentos de cariño y rebelión.
El tuyo es el descanso merecido. En tu inaccesible ahora, descansa en paz hermana.
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