domingo, 26 de febrero de 2012

PAKO GALAN - SIN TITUO - finalista

He llamado al 092. Serían las cuatro de la mañana de hoy, cinco de octubre, y la conversación ha sido más o menos así:
Voz: _Diga.
Yo: _ ¿Policía?
Voz: _ Si, dígame.
Yo: _ Hay unas personas en los jardines con linternas. Tienen toda la pinta de estar robando.
Voz: _ Dígame la dirección.
Se la digo.
Voz: _ ¿Se puede acceder?
Yo: _ Saltando, bueno, se cierra con llave pero a veces puede que se haya quedado abierto…
Voz: _Vale, voy a mandar una patrulla a ver si ven algo.
Me vuelvo a asomar desde la ventana  superior de mi adosado y allí veo las linternas a tres o cuatro casas de la mía que vuelven, lentamente, saltando de jardín en jardín.
Ya hace casi media hora que oí ruido en mi parcelita y al asomarme, vi como alguien desde el jardín del vecino alumbraba al mío mientras susurraba: “fuera, fuera.” Yo no he visto a nadie y entre sueños me he vuelto a acostar pensando que mi vecino era “rarito.” Al rato en el duermevela ha sido cuando he caído en que tenían que ser “chorizos” y me he vuelto a asomar. Al ver las luces en otra propiedad cercana a la mía, no me ha quedado duda y he hecho lo que se aconseja: Llamar a la policía según he relatado líneas arriba.
Ahora, suena mi teléfono y la voz de antes me dice: _ Esa calle no existe.
Le repito la dirección y me pregunta el piso.
Le digo que es un adosado, es una calle de adosados. Me pide disculpas y que ya manda la patrulla.
Mi mujer que se ha despertado al oír la llamada, se pone rápidamente al corriente.
Al rato, los supuestos “chorizos” han vuelto a mi jardín. Procuramos no hacer nada que pueda alertarlos para ver si llega la policía y los pilla.
Pasados varios minutos,  encendemos la luz del jardín y al poco se oye el ruido de la verja comunitaria al cerrarse.
_ Será la policía, le digo a mi mujer.
 Unos minutos más y no pasa nada.
 Cerramos a cal y canto y me voy a correr como cada mañana.
En la calle, nada ni nadie. Ni cacos, ni policías, ni el cristo que lo fundo.
Me digo que como hay anunciada huelga para hoy, puede que los “polis” estén vigilando los colegios para que no vayan los sindicalistas liberados a atentar contra la libertad de los esquiroles poniendo silicona en las cerraduras.
También puede ser que el ayuntamiento este ahorrando dinero en gasóleo.
Y ¿los cacos? qué necesitados y qué chapuceros, volviendo sobre sus pasos, cuchicheando…
Y ¿Yo?  ¿Qué les digo mañana a los vecinos? ¿Que no me he puesto a dar voces para ver si los pillaba la policía? ¿Y si mientras tanto han desvalijado a alguno?
Moraleja, Si me vuelve a pasar, NO llamar al 092.
Siempre puedo dirigirme amablemente a los ladrones, por ejemplo así: Señores, que les he echado el ojo y no me gustaría tener que tomar medidas drásticas, así que hagan el favor de marcharse por donde han venido.
 Claro que aún me queda probar con la Guardia Civil – Teléfono 062.

Pako Galán

jueves, 23 de febrero de 2012

BROMA NAVIDEÑA - finalista- Consuelo Durandez



BROMA NAVIDEÑA

Pese al frio, aquel sábado por la mañana salí a correr por el parque como venía haciendo las últimas semanas. Subí hasta el Retiro por Alfonso XII y entré por la puerta del Angel Caido. Ya desde allí comencé con un trote ligero para que mis piernas, no tan en forma, fueran cogiendo calor y compás. A la altura de la Rosaleda, la marcha ya tenía el ritmo habitual con el que me despachaba los kilómetros que tenía marcados como objetivo.
Tras una hora de carrera y ya con todos los músculos, incluido el corazón, al límite de mis humildes posibilidades deportivas, acabé con el ejercicio buscando agotado un rincón en el que recompensar mis esfuerzos. Eché una ojeada y localicé un banco que me invitaba acogedor al reposo del guerrero que me había autoimpuesto llegar a ser.
Me desplomé sobre la dura tabla de madera abrazando el respaldo con ambos brazos y me dispuese a ojear el tendido, actividad siempre placentera y más tras la tunda que me acababa de meter. En el recorrido visual un períodico, escondido apenas bajo el banco, me llamó la atención. Doblando el espinazo con holgazanería recogí del suelo el ADN olvidado para echar un vistazo perezoso a los titulares.
Una fotografía me hizo incorporarme y mirar con interés la noticia. Allí estaba yo, con un décimo de loteria navideña delante de la cara, entre una multitud de burbujeantes personajes empuñando botellas de Freixenet. No puede ser, a mi nunca me había tocado la loteria y desde luego no estábamos en navidad. Pese a sentir que era una tonteria repasé mentalmente el calendario del dia en que me hallaba, 17 de noviembre, miré la fecha del períodico que tenía entre las manos, 22 de diciembre, ¿quién o qué me estaba gastando una broma?. Miré a mi alrededor y no ví nadie semiescondido riendose del pasmo de mi cara, no obstante recompuse el gesto. Seguro que me estaban tomando el pelo. Me levanté, y primero discretamente y luego sin ningún pudor, busqué al autor del cachondeo. Nadie, no había nadie en los alrededores. Bueno, todo se aclarará en algún momento, pensé y con el diario bajo el brazo y la cabeza dándome vueltas, me dispuse a volver a casa. ¿Qué otra cosa podía hacer?.
Desde aquel día, pese al convencimiento de ser víctima de una burla, mi lado menos racional, ese que jamás reconocería en público, me llevó a buscar con la ayuda de internet y en todas las administraciones de loteria del país, el número premiado que aparecía claramente en la foto del ADN. Tenía que hacerme al menos con un billete de ese número para el sorteo de navidad del diciembre que aún no había llegado.
La certeza de lo absurdo de la situación no me impedía que me concomiera el desasosiego, y al final la decepción cuando comprobé que no había posibilidad alguna de satisfacer el “por si acaso”. Todos los boletos de todas las series del dichoso número estaban ya vendidas.
Pasé todo el mes de diciembre entre el malestar y el escepticismo, y finalmente llegó el día del sorteo. Como todos los años, sobre las ocho y cuarto de la mañana saqué la radio que, para ocasiones como esa, tenía en el cajón de los trastos de mi mesa, y sintonicé con radio nacional que era mi emisora favorita para adormecer la mañana de todos los 22 de diciembre al runrun de la cantinela de los niños, ahora tambien niñas, de San Ildefonso.
Comencé a trastear con el ordenador para inaugurar la rutina del trabajo diario mientras mi oido se acomodaba a los ruidos de telón de fondo del salón del sorteo y a la voz del locutor de turno, que iba reiterando los pormenores de los preparativos del juego tambien como cada año. Al rato comenzó la letanía de los premios. Dos mil cuatrocientos setenta y cuatro, y su réplica, mil euros… Y de vez en cuando el ronroneo de las bolas rotando perezosas en los bombos, acompañado de alguna anécdota del periodista que conducía el programa.
Eran las doce de mediodía y mis nervios y expectación se unían a los que emitían los espectadores del sorteo desde la retrasmisión de la radio. Ya se habían cantado los dos cuartos, el segundo y el tercero y siete quintos, y aún no había salido el gordo. Setenta y cinco mil ciento cuarenta y uno, mil euros… Un temblor en la voz del niño me alertó: Treinta y siete mil novecientos cincuenta y uno, y a continuación el grito, ¡tres millones de euros!, ahí estaba, ¡treinta y siete mil novecientos cincuenta y uno!, ¡tres millones de euros!, el 37.951, era el número, era el número, ¡treinta y siete mil novecientos cincuenta y uno!, tres millones de euros…
Se produjo el habitual revuelo a mi alrededor, ¿dónde ha tocado?, ¿has apuntado el número?, ¿en que ha acabado? ¿a quien le ha tocado la porra este año?. Yo estaba noqueado y repetía la letanía; es el número, es el número.
Sonó mi teléfono y al cuarto timbrazo reaccioné descolgando el auricular ¿si?. ¡Nos ha tocado, llevamos el gordo! chillaba mi madre, ¿llevas el gordo? más que preguntar exclamé yo, ¡lo llevamos todos!, ¡tambien tu hermana! continuó mi madre entusiasmada, pero ¿con quien, donde?, le contesté agitado, ¡ayer!, decía mi madre mientras iba subiendo el ruido de fondo, ya estoy camino de la administración, ayer pasé por delante del despacho que está frente al mercado ¡y decidí comprar tres billetes, uno para cada uno de nosotros!, como ya no llevo lotería con la tía, que era de la que os guardaba…, ¡ay! cómo pesa la cuesta, cuelga hijo, luego te llamo. Colgué un teléfono ya sin comunicación, como yo mismo. Me levanté, cogí la chaqueta y el abrigo y me lancé al aparcamiento a por el coche. Fué el viaje mas extraño de mi vida, la alegría se mezclaba a partes iguales con la confusión, incluso llegué un instante a temer que mi propia madre fuera la bromista invisible de aquel sábado pasado. Llegué a mi barrio y aparqué el citroen en una esquina, malamente, y salí escopetado hacia la administración de loterias que según mi madre nos había proporcionado el gordo de navidad. Y allí estaba ella, en medio de un jolgorio de gente saltando y celebrando su suerte. Me vió y fuimos uno hacia otro, nos abrazamos, reimos, besamos a todo quisque que nos felicitaba, y en aquella barahunda de alegria sin límite noté un ruido característico de una réflex ¡clik!.
Entre vecinos, curiosos, periodistas, agraciados, mi madre y mi hermana incluida, que había acudido con toda su prole al festejo, acabamos aquel sarao entradas las tres de la tarde, achispados, afónicos y agotados del exceso de felicidad.
El resto del dia pasó entre llamadas y felicitaciones de toda la gente inimaginable, hasta que, sobre las once de la noche decidí cortar comunicación con el mundo y caí molido sobre la cama en la que, sin más preámbulos dilatorios, me quedé sopa desde ese mismo momento.
A la mañana siguiente desperté recordando rápidamente el dia anterior y una sonrisa boba se me instaló en la boca. Inmediatamente después tambien recordé lo ocurrido el dia del parque del Retiro, pero lo desheché con celeridad. No estaba dispuesto a que ninguna complicación me estropeara las estupenda sensación de fortuna que me inundaba.
Para dar un toque de exotismo a la mañana, previa llamada al trabajo al que no pensaba acudir el resto de la semana, y tras una limpieza rápida de legañas, me bajé a la cafetería más cercana a mi edificio. Miré el reloj y vi que marcaba las diez y diez, una hora estupenda para cafelito y churros. Entré en el local y encaramado al taburete pedí al camarero que, tras la ya consabida felicitación, me pusiera uno con leche en vaso y ración de churros. Mientras esperaba que me sirvieran descubrí un ejemplar de ADN sobre la barra. Parecía un ejemplar idéntico al que llevaba guardado en mi casa desde el mes anterior. Y lo era, ¡con la misma fotografía, el mismo décimo y la misma algarabía alrededor de gente y champán barato!. Un terremoto pulverizó el alegre festín emocional con que me había despachado por la mañana.
Y justo en ese momento topé con la clásica frase pelma de divulgación filosófica del día, que aparecía en la parte superior de la portada, “la prensa nunca miente, si la realidad no está a la altura de la noticia, fabricamos la realidad”.

domingo, 19 de febrero de 2012

LINEA 8. DESTINO COLOMBIA -finalista- ISABEL GALAN

“-Mamá, ¿cómo es posible que la muerte sea una vida tan real?- preguntó Roger, reflejando en su rostro moreno una mueca de sorpresa.
-Dame tu mano- dijo ella alargando la suya hacia él.
-Hace apenas once meses que te marchaste, que enjugaba mis lágrimas contemplando tu cadáver, que fijaba mi vista en tus párpados esperando que abrieras de nuevo tus enormes ojos castaños y ahora estás aquí, entre esta muchedumbre que no conozco, pero que me es tan familiar.- dijo Roger sin descansar un segundo a tomar aliento, de carrerilla, como si estuviera respondiendo a su profesor cuando le preguntaba la lista de los reyes godos”.
~
Aquella mañana el andén de la estación de Nuevos Ministerios en dirección al aeropuerto de Barajas estaba más lleno de lo habitual. Eran las ocho menos cuarto de la mañana de un martes como otro cualquiera. Me dirigí al segundo vagón, el que pensé que estaría algo más despejado. Conseguí entrar y situarme cerca de la puerta, mientras escuchaba en mi mp4 a Ismael Serrano, “…vértigo que el mundo pare, que corto se me hace el viaje, me escucharás, me buscarás cuando me pierda…”. El tren se puso en marcha y canturreando hacia mis adentros y soñando con subir un día al escenario con él, me vi interrumpida por el improvisado murmullo de algunos viajeros que dirigían su mirada hacia el suelo del vagón. Escuché un ¡ay! pero no alcanzaba a ver el objeto de la curiosidad de mis compañeros de viaje. Segundos después, la locución anunciaba “próxima estación: Colombia. Correspondencia con línea: 9”. A pequeños empujones y varios “disculpe, señor”, conseguí aproximarme algo más y vi a un hombre joven, de pelo negro y mirada trémula intentando levantarse.
-No quiero sentarme. Por favor, sácame de aquí- dijo clavando la mirada en el infinito.
Miradas. Sólo miradas ¿Nadie cercano le escuchó? Quizás nadie quiso hacerlo. Todos tenían prisa por llegar a su destino. Yo también, pero mi corazón y mi conciencia me dijeron lo que debía hacer y decidí que ese martes saldría más tarde del trabajo.
Me abrí paso entre la gente, llegué hasta él y le agarré del brazo. A duras penas le saqué del vagón.  
-¿Hemos llegado a Colombia? Debo apearme, creo- dijo él con voz entrecortada e intentando reconocer alguna similitud con el paisaje cotidiano.
-Sí, es tu parada- le dije.
“Debería tumbarle antes de que él lo haga conmigo”, pensaba mientras ya vislumbraba el sitio adecuado. Un rincón despejado cercano a una puerta que indicaba “Prohibido el paso”. Aquí pasaremos más desapercibidos.
Minutos después se acercaron un hombre y una chica jovencita, estudiante probablemente como pregonaba su mochila llena de libros, que habían visto cómo le ayudaba a recostarse.
-¿Tenéis alguna prenda para colocarle bajo la cabeza?-pregunté mientras recordaba la primera vez que sufrí un ataque de pánico en el metro tras el atentado del 11M, las sensaciones que tuve que aprender a conocer hasta conseguir controlarlas y las palabras que me repetía a mí misma mientras respiraba de forma entrecortada.
Me apresuré a terminar de liberar la corbata que él desequilibradamente había comenzado a desanudar. La cogí y la colgué en mi cuello, junto a la correa de mi bolso, el cual llevaba cruzado. Fui desabrochando los botones de su camisa azul hasta la altura del pecho, mientras el hombre que se había acercado a nosotros, Francisco dijo llamarse, le daba aire con el diario matutino.
-No dejes de abanicarle, por favor.
Me arrodillé a su izquierda, acomodé sus largas piernas sobre mi hombro derecho de forma que la circulación sanguínea discurriera en sentido inverso, hacia el resto de los órganos. Pesaban, pero no existía otro lugar donde apoyarlas. Tomé su mano y descubrí que era grande aunque frágil.
-Intenta respirar despacio, inspira de forma sosegada por la nariz y expulsa suavemente el aire por la boca. Ya han avisado al SAMUR. No te preocupes, voy a estar aquí contigo hasta que lleguen- le dije con voz apacible mientras intentaba tomar su pulso.
Él no entendía qué estaba ocurriendo. El chico miraba de un lado a otro y esto me hizo suponer que ideas sin sentido estaban paseando por su cerebro y que su mente estaría intentando entrelazar las imágenes y las palabras, aunque la situación le estaría resultando contradictoria.
-Te has desmayado ¿Te ha ocurrido esto alguna vez?- le pregunté sin dejar de acariciarle la mano, cada vez más tensa y más fría.
-Nunca me había sucedido algo parecido. Me faltaba el aire y sentía muchas náuseas. Después sólo recuerdo que abrí los ojos y estabas tú.
-Ya que vamos a pasar juntos un rato, dime, ¿cómo te llamas?-pregunté.
-Roger. Trabajo aquí cerca, en la Caixa- contestó.
-Yo soy María, ¿cuántos años tienes?- preguntó la estudiante.
-Veintiocho- contestó Roger.
-¡Si podría ser tu madre!- exclamé intentando que el andén se convirtiera en un lugar cálido y acogedor.-  María me miró con cara de extrañeza, le guiñé un ojo y asintió sonriendo.
-¡De acuerdo, lo dejaremos en tu hermana mayor!- repliqué mientras les miraba gesticulando con las manos.
-¿Quieres que llamemos a tu trabajo y digamos lo que ha sucedido?-preguntó María.
-No, gracias. Cuando me recupere, avisaré yo.
De pronto, su mirada se transformó, aterrorizada, como si se hubiera presentado ante él el mismísimo diablo. Me pidió que le bajara las piernas, pues no las sentía. Lo hice muy despacio y noté los músculos de sus pantorrillas muy tensos.
-¡Mira mis manos, se están agarrotando! ¿Qué me está pasando?-balbuceó Roger.
Me asusté. Yo no era médico, ni ATS, ni siquiera auxiliar clínico. Sólo formaba parte de los Equipos de Primera Intervención en mi trabajo y había asistido a un curso de Primeros Auxilios. Mi experiencia era nula, pero pensé en cuán importante es transmitir tranquilidad. Me ayudó el recuerdo de mi padre. Vi su cara de nuevo, sus ojos hablándome, transparentes y luminosos, aun sabiendo que el maldito cáncer de esófago estaba ganando la batalla. Percibí la serenidad en sus palabras cuando le visité en urgencias la tarde en que le trasfundieron dos bolsas de sangre.
-Hija, por un momento creí que ya iba a doblar la servilleta- me había dicho papá sonriendo.
-No es tan fácil que acaben contigo, ¿eh?-le contesté, tragando saliva con sabor a hiel, la que me abrasaba la garganta y no era capaz de desviar hacia ningún recodo de mi interior en el que se percibiera olor a caramelo.- Además, aún nos quedan muchas cosas por decir y mil secretos que contarnos, papá.
Mientras evocaba las palabras de mi padre, tomé las manos encorvadas de Roger y comencé a masajearlas para lograr que se produjera algo de distensión. Si en este instante tuviera que fotografiar las garras de un águila cuando está a punto de capturar a su presa, tendría ante mis ojos el objetivo mirando a cámara.
-¿Sientes mis manos? Voy a presionar más fuerte, dando un profundo masaje- le dije.
De pronto sus ojos irradiaron luz y arrojó al espacio una leve sonrisa. Roger asía mi mano con enorme intensidad, de la misma forma en que un bebé agarra el dedo de su madre cuando le da el pecho e imaginé a mi hija Inés, el bien más preciado de su abuelo Manuel, con su cara sonrosada tras saciarse de leche hace ya más de quince años. Acaricié la mano de Roger con delicadeza, como si fuera a convertirse en diminutos cristales en cualquier momento y mirándole a los ojos negros le dije:
-No te sueltes de mi mano si te sientes más seguro.
Roger cerró los ojos un instante y al ver nuevamente la luz, se incorporó y sonrió.
-¡Llevas la misma ropa que vestía ella el día que murió! Tienes sus mismos ojos castaños y su mismo cabello rizado. Y si cierro los ojos, puedo percibir su sonrisa, su mirada limpia y sus palabras, como si estuviera acurrucado en su regazo, acariciándome. Dime que esto es un sueño, por favor- suplicó Roger con voz casi inteligible y respirando con dificultad.
-Puedes considerarlo un sueño, Roger, aunque sólo hayan transcurrido cuarenta y cinco minutos desde que te desmayaste en el metro. Me llamo Isabel y he estado a tu lado todo este tiempo.
Me incliné despacio, rocé su mejilla y acercándome a su oído, meciéndole, tarareé mi canción “… qué sano es arrancarte esa risa y ahora cambiemos el mundo, amigo, que tú ya has cambiado el mío…” Él, sin abrir los ojos, sonrió.
Los servicios del SAMUR llegaron minutos después de que a Roger se le parara el corazón.
Falleció en el andén de la estación de Colombia, línea 8 del Metro de Madrid, en mis brazos, los de una mujer que se dirigía al trabajo un día más. Se fue mientras le acariciaba el pelo y le hablaba del sonido del viento, del color de las hojas en el otoño de las Ramblas, de la luz de Santa María del Mar, del horizonte infinito y el sabor de la sal del Mediterráneo.

miércoles, 15 de febrero de 2012

CADENAS ROTAS de Concha Gomez de Andres

Allí estaba, en medio de aquella gran escalinata, con su figura menuda, inmóvil, envuelto en un mar de lágrimas. Y sus palabras “No te vayas”, que repetía insistentemente, todavía resuenan en mí pero tenía que marcharme, mi estancia allí había llegado a su fin. 

Han transcurrido 40 años pero para algunos recuerdos parece que no existe el tiempo.
Deseaba poder hacer algo, deseaba que pudiera salir de allí, él y muchos otros que también estaban en aquel lugar, pero no podía ser. Aquel era su sitio
Así estaban las cosas. Ya me lo habían explicado, no podíamos hacer nada. Era la Ley, era la Norma, eran sus cadenas invisibles.

Unos meses atrás, en mi primer día no podía imaginarme……..
 Estábamos en los últimos años de la dictadura y todavía existía el “Servicio Social”, que al cumplir los 18 años era de obligatorio.

Para aquellas jóvenes afortunadas que sabíamos leer y habíamos estudiado, podíamos elegir entre distintos trabajos de carácter social. Me ofrecieron varios. No sé por qué pero no lo dudé había que ayudar en un centro de acogida de niños de corta edad. Estaban escasos de personal.

El primer día estaba expectante. Al principio, lo habitual: Controles firmas y presentaciones. Me asignaron a una cuidadora y la acompañé.
Llegamos a una gran sala. Estaba completamente vacía, pero totalmente llena de luz. Era todo silencio. En una pared  había grandes  ventanales y enfrente varias puertas cerradas.
Sonó una campana y a continuación las puertas se abrieron. El silencio se rompió y todo fue un griterío.  En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeada de aquellos gritos, de aquellos brazos y de diminutas manitas que tiraban de mi ropa, poco más allá de mis rodillas..
Y sus  palabras que no paraban de repetir mientras tiraban de la ropa era las mismas: ¡¡Dame un beso, dame un beso   ¡!
Y ¡cómo no!, me incliné ante sus demandas, pero era imposible ¡cada vez eran mas!.
- ¡No les hagas caso, me dijo la cuidadora. Si les haces caso estás perdida ¡son tantos!
Pero me daba igual, aquellos pequeños necesitaban besos, abrazos, juegos,….
Y yo estaba allí. Y lo tuvieron.
Pero aquello era como querer curar una herida que permanecía abierta.
Por las noches, al costarlos suspiraban por su mayor anhelo ¡El domingo va venir mi mamá a verme!. Me ha regalado un caballito y me ha dicho que me va a traer otro.
Pero pasaba un domingo y otro y otro y el caballito seguía solo.

Eran historias tristes, la mayoría de abandonos. Ellas existían pero no para ellos. No estaban en su realidad, pero sí en su corazón  y en sus anhelos.
Unos anhelos que se alentaban cada seis meses. En el límite del tiempo se hacían reales pero para ellos era solo volver a empezar. No se podían adoptar.

Esos niños seguirían teniendo su madre apenas real y mientras, en la oficina, montones de expedientes, de peticiones de otros corazones que esperaban a ser sus madres de corazón, en la realidad. Y nuevas esperas. Otros seis meses.
Y allí seguían, encadenados a aquel lugar. Eran sus cadenas invisibles.
Y nosotras  lo veíamos y nos entristecíamos. Veíamos aquellas cadenas invisibles pero no podíamos hacer nada. Solo desear. Desear que hubiera alguien desde su fuerza,  pudiera romperlas. Y deseamos intensamente. Y deseé.

Y el tiempo pasó y seguí deseando que cambiaran las cosas, que cambiara aquella dura realidad.

Y ¡por fin! llegó un día que ¡me alegré! pues hoy sé que en algún sitio alguien que también deseó hizo posible que cambiara aquella cruda realidad.
Alguien que hizo posible que cambiara aquella absurda norma.

Hoy sé que ahora tienen una oportunidad.
¡Hoy sé que están las cadenas rotas!

domingo, 12 de febrero de 2012

tacones de infarto 5 CLASIFICADO, Beatriz Llueca

Aquella calurosa mañana, me sentí preso de mi propio relato. En una de las páginas intermedias del periódico, una curiosa convocatoria animaba a escritores aficionados como yo a hacer uso de su creatividad para concebir un relato. Lo más atractivo del concurso, aparte del suculento premio, era el tema elegido: cualquiera que fuera el color, la talla o el modelo, el texto debía versar sobre el zapato femenino.
Abstraído del habitual bullicio del tren por las mañanas, saqué mi pequeña libreta de la mochila, la que siempre va conmigo a todas partes, y comencé a escribir:
“La primavera, portadora de las primeras flores, cuyo aroma embriaga las calles, es la estación del año en la que todo es posible; los primeros calores hierven la sangre y desinhiben, provocando una explosión de sensaciones. Con ella llegan las minifaldas, dando vida a hermosas piernas durante meses apresadas por la lycra de los pantis, las camisetas escasean en tela librándonos de la obligación de tener que adivinar las formas que dibujan los ombligos tras ellas y las botas comienzan a ser desterradas a sus cajas para ser sustituidas por cómodos calzados que muestran tobillos perfectos.
Aquella mañana de primavera me sentía más cansado que otros días, por lo que mi pugna por hacerme con un asiento en el tren fue más contundente.
Me senté y, periódico en mano, comencé a devorar las noticias como si del desayuno se tratara. Artículos que van y vienen, como yo, y que apenas permanecen en las memorias perdiéndose en el olvido.
De repente, el vagón sufrió un brusco frenazo y fue entonces mi vista la que se perdió, se distrajo de ese montón de letras para aterrizar en unos zapatos color hueso con algo de brillo. Iban atados a un tobillo con una pequeña hebilla y alzados sobre un tacón cubano. Su punta redondeada daba apariencia de unas dimensiones muy reducidas a ese atractivo pie. 
No sé si fueron los zapatos, los pies de princesa o el conjunto en sí; lo cierto es que consiguieron acaparar mi atención convirtiéndome en la diana de un extraño flechazo.
Pensé que si mi temperatura corporal había subido sólo con mirar una mínima  parte de las extremidades inferiores de ese ser mágico, lo que me esperaba debía ser espectacular y, tímidamente, fui alzando mi vista, recorriendo esas largas piernas y ese busto de infarto, hasta aterrizar en un rostro celestial de penetrantes ojos azules.
Su gesto serio tornó en una amplia sonrisa ante mi notoria impresión y  sentí que me deshacía cual reloj de Dalí.
Se levantó y, como si hubiese leído mi pensamiento, se acercó hacia mí, pegó sus carnosos labios a mi oído y en un susurro me preguntó…”
La historia surgía tan deprisa de mi cabeza que apenas tenía tiempo de escribirla. Pretendía deslizar el bolígrafo tan rápido por esas pequeñas hojas que, en un acto descontrolado, resbaló de mi mano y cayó al suelo.
Sin duda era el destino pues, al girar la cabeza, mi mirada se posó en unos zapatos similares a los de mi protagonista.
Si la historia se cumplía, ya sabía lo que me preguntaría, así que, lejos de precipitarme en mí respuesta, decidí estudiar bien ese zapato intentando determinar algunos rasgos de la personalidad de su misteriosa dueña.
Mi cenicienta era algo más atrevida ya que sus zapatos eran de un color azul celeste, probablemente a juego con sus ojos. Llevaba unas pequeñas mariposas bordadas lo que me hizo pensar en una mujer independiente, viva, que despliega sus alas para disfrutar de la vida. La talla, algo mayor que la que yo había imaginado, me descifraba una mujer alta y, por el tamaño de sus talones, estilizada.
Mi dama escondida pisaba sobre tacones más finos, lo cual achaqué a una elegancia indiscutible.
Si a todo ello añadimos que el zapato era cerrado y también atado a los tobillos, sumaba dos rasgos más a su carácter: discreción y capacidad para hacer frente al compromiso.
Con todos estos detalles que yo había dado por supuesto, emprendí el viaje a las alturas; nada deseaba más que oír su sensual voz.
Mis ojos se fueron elevando, primero por esas piernas perfectamente depiladas pero algo más musculosas; después, por su pecho, bastante más exagerado y del todo artificial. Continué por su cuello, sin duda sospechoso, su prominente barbilla y sus insinuantes labios humedeciéndose una y otra vez, hasta que vislumbré la sombra de una rasurada barba oculta tras una capa de maquillaje.
Intuí una voz grave y no quise escuchar su pregunta. Retrocedí hasta su hipnotizante calzado, recogí el bolígrafo y continué con mi relato.

miércoles, 8 de febrero de 2012

RECUERDA DE Raquel del Valle (cuarto ganador)

Era otra mañana de otoño, a su edad no importaba mucho la época del año que fuese, su vida era siempre la misma. Vivía en la misma casa desde hacía 50 años, todas las habitaciones la conocían a pesar de que ella las había olvidado, conocían sus pasos, sus suspiros, sus lamentos, también las épocas más gloriosas, donde la alegría y las reuniones creaban un cuadro realmente bello.
Sus recuerdos giraban en torno a otra casa, mas lejana en el tiempo, aquella que conoció su niñez, los escalones que subía corriendo y gritando de alegría, el coro de la vecindad, la casa donde vivía con su madre viuda, la casa en la que compartieron los miedos de una guerra civil donde los obuses se paseaban por sus tejados y carreras a media noche para resguardarse de los bombardeos en el sótano. Se acuerda del panadero que le daba la llave cuando volvía del colegio pero ella no subía porque tenía miedo de estar sola en casa y esperaba a su madre sentada en las escaleras hasta que regresaba del trabajo. Se acuerda de sus compañeras de oficio y de esa modista que le enseñó todo lo que sabía y contaba las películas que había visto en el cine tan bien que aguardaba impaciente al día siguiente en que siempre le pedía lo mismo: - Pepita, por favor, cuénteme la película que vio ayer, no hay nadie que sepa contarlas como usted. –
Así pasaban los días, eran tiempos difíciles pero había alegría en sus corazones, la alegría de la juventud, de salir del taller de costura para ir al baile, a las chicas no les costaba dinero y le gustaba tanto bailar, no importaba el ruido de los bombardeos y el traqueteo de los disparos que a veces se entremezclaban con la música, vivían el momento, - No se que pasará cuando salgamos de aquí - Pero no se puede esperar para ser feliz, sobre todo cuando se vive una guerra y el futuro no existe.



También fue la primera casa que tuvo con su marido, no importaba que el salón se compartiera como dormitorio y que la abuela tuviera que esperar para acostarse a que terminaran aquellos programas de radio que tenían tanta audiencia. Son los tiempos tan felices que ella recuerda, es la vida que le quedó marcada, es su vida pasada.
Su vida fue mejorando con el tiempo, quizá porque se conformó con poco, llegó a tener en abundancia, e hizo reales todos sus sueños y sus deseos. Ahora su día a día no tiene recuerdos, pero no le importa porque ella ya tiene su historia, la única que recuerda, la única importante, compuesta por algunos seres que ya no están a su alrededor, porque todos partieron, a veces se dice a si misma  - si que estoy yo viviendo años -  Se quedó sola en su generación, como cuando era pequeña en las escaleras de su casa pero ya no tiene miedo, se siente segura porque sabe que siempre hay alguien que está cerca, no importa que no esté en su historia, pero está allí con ella, se quedó atrapada en esta otra casa de la que solo puede acordarse de que allí vivieron también seres queridos, aquellos que tiene fotografiados en innumerables retratos que llenan el mueble del salón, al que acude de vez en cuando para estirar las piernas y al mismo tiempo hacer un recorrido visual por todos ellos, empieza siempre por las mas antiguas, aquellas fotos en blanco y negro recopiladas en un marco de madera envejecida, son las que mas le gustan, un brillo acuoso se instala en sus ojos cansinos cada vez que las mira, era joven y bonita y pasea por una calle central, una niña pequeña va cogida a su mano y la otra se la da a un apuesto señor, es su marido y estas otras señoras parecen mas mayores de lo que son, porque siempre iban vestidas de negro y llevaban un delantal con peto para estar en casa, son las abuelas y mi padre, aquí está murió tan joven, está vestido de guardia,  siempre recuerda lo difícil que era tratar con estos jodidos estudiantes tan revolucionarios; acto seguido vuelve su mirada a aquel otro que recoge a sus hijos, sí,  también se acuerda de ellos, y aquellas otras con tanto colorido, son sus nietos y biznietos, ya no tiene fuerzas para acordarse de todos ellos, solo se enternece mirando aquellos bebés tan bonitos y acude al sofá donde tiene acumulados sus peluches que la han ido regalando porque siempre dice que le gusta tener algo entre sus manos, los estrecha y los acaricia con tanta dulzura como le permiten sus arrugadas y ya deformadas manos.
Después vuelve a sentarse en su mecedora, esa persona que trastea por la casa, es muy cariñosa con ella, de vez en cuando le pone discos de canciones antiguas que la gustan, ella mientras las escucha mira a través de la ventana aquellos árboles que envejecieron con ella, están tan grandes y tupidos que ya no puede ver la fachada de enfrente, su mente vuela con las letras de las canciones que marcaron parte de su vida.
 - Reloj no marques las horas …….-,- Mirando al mar soñé ……..-
y tímidamente abre el cestito de la costura que tiene a mano, ese cestito que nunca la abandonó y la sacó de tantos apuros, que dejó la marca en sus dedos, para sacar una foto pequeña de carnet que ha encontrado en algún cajón  del escritorio, es de su marido, temblorosa se la acerca a los labios, le roba un beso y la esconde rápidamente para que nadie la vea. Es su pequeño secreto, solo se lo cuenta a aquellos en quien confía, mira, mira lo que tengo aquí y saca su pequeña foto, un poco estropeada por el uso que en su día se le debió dar en algún documento oficial.
Día tras día la mecedora sigue su continuo balanceo, curiosamente está situada en el mismo lugar de la casa donde años atrás estuvo su madre, aquella con la que compartió su pequeña gran historia que ella cuenta vez tras vez con los mismos sucesos, idénticas palabras, a veces pregunta - no se si ya te habré contado esta historia -  pero no importa, cuéntala de nuevo, me gusta escucharla de sus labios.

Es fin de semana, se despierta asustada en otra casa que no conoce:
-    Que pesadillas he tenido, no sabía donde me encontraba, solo veía mi casa, la de mi niñez y oía voces y carreras, íbamos a escondernos y casi nos atropellábamos unos a otros, abrí los ojos y no reconocía esta habitación –
Todo está bien, está bien, no tengas miedo, estás a salvo.